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El
General Perón dio a luz una doctrina que modificó para siempre a la
Argentina. El mismo creador aseguraba que su concepción se derivaba
de las múltiples manifestaciones ideológicas que trataron de dar
respuestas a las exigencias de los trabajadores, los actores
postergados de la sociedad capitalista, que les negaba derechos que a
todas luces asomaban como naturales.
Esa
doctrina se expresó, en forma práctica, en una serie de valores que
conformaron lo que se conoció como “Las veinte verdades
peronistas”, un decálogo que dejaba en claro las bases
filosóficas y los objetivos que se proponían para generar una nueva
sociedad, que en un punto expresa con meridiana claridad: “Queremos
una Argentina socialmente Justa, económicamente Libre y
políticamente Soberana”.
Con
esa base doctrinaria, no resulta muy difícil determinar quienes son
y quienes no son peronistas. Porque por fuera de esa ironía de que
“todos somos peronistas”,
propia de la inteligencia de Perón y mal apropiada por ineptos
personajes, la pertenencia a esa ideología no puede eximir a nadie
de respetar a rajatabla esos conceptos básicos que la sustentan.
Pongamos
el ejemplo del gobierno de Menem. ¿Donde quedó la soberanía
política entonces, cuando se prestó a seguir las órdenes del
Imperio en cualquier materia? ¿Cual fue la libertad económica de la
Nación, sometida genuflexamente a las decisiones del FMI y las
corporaciones? ¿De qué justicia social podría hablarse, cuando se
llevó a límites impensados la pobreza y el abandono de millones de
personas?
La
conclusión es clara y contundente: no se es peronista solo por tener
un carnet del Partido Justicialista, sino por responder a aquellas
verdades que conforman su base de pensamiento y lúmen de sus
objetivos.
En
el presente oprobioso que transitamos, otros simuladores también
intentan convencer de sus pertenencias justicialistas, desmentidas
tajantemente por sus acciones. Gobernadores, senadores y diputados,
que lograron sus cargos a través de una estructura política que
expresaba ideales de aquel orígen, terminaron dando vuelta sus
concepciones.
Sin
ponerse colorados, le aseguran “gobernabilidad” a un gobierno
antinacional, entregador de soberanía, sometidos a una economía
insustentable y destructor de los más elementales derechos sociales.
Con tal de mantener sus sucios espacios institucionales, prostituídos
por las prebendas del Poder, atacan sin piedad a quienes les dieron
la posibilidad de ser lo que son, seguro que sin merecerlo.
“Yo
soy peronista, peronista de Perón”,
dicen muchos de estos energúmenos, mientras ayudan a destruir las
bases doctrinarias que ni siquiera conocen o, lo que es peor, recitan
sin comprender para demostrar pertenencias imposibles.
Camaleones
políticos sin pudor, estos Judas modernos sabrán mentir sus
pertenencias para mantener el rinconcito miserable que les entregó
el Poder para traicionar al Pueblo que los eligió y, desde allí,
destruir a los verdaderos representantes de aquella noble Doctrina.
Eso sí, siempre en nombre de su inventado, falso pero lucrativo,
“verdadero peronismo”.
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