Imagen de "El hilo de Ariadna" |
Todos
conocen la historia de Noé, que construyó un gigantesco arca para
salvar del diluvio universal a todas las criaturas vivas. Allí
resguardaron sus vidas leones y ratas, elefantes y serpientes,
jirafas y ovejas, águilas y colibríes y tantos otros animales. Allí
encontraron el refugio que ponía límites al avance temible de las
aguas que todo lo cubrían, por la fuerza incontenible de un Dios
omnipotente.
La
historia de Noé se repite por estas tierras del sur de América,
pero con otro tipo de protagonistas y otros objetivos, no tan loables
como aquellos. Porque ante el diluvio de amenazas, coerciones y
extorsiones de un nuevo tipo de dios, hijo de ese conocido como
“Mercado”, los elegidos como representantes de los pueblos se
refugian en las dos cámaras del nuevo arca para salvarse del castigo
que les asegura si no se aprueban sus métodos para el “cambio”,
que así denomina a su nueva forma de demostración de su poder.
Extraño
arca el actual, que deja afuera a la inmensa mayoría de los seres
(aún) vivos. Cuenta, además, con el resguardo de unas bestias
poderosas e infranqueables que impiden el avance desesperado de las
multitudes para intentar salvarse del repetido diluvio de la miseria
que ya los cubrió tantas veces en la historia.
Adentro
del arca pudieron colarse algunos leales representantes de los que
afuera claman por entrar. Son una minoría gritando verdades que no
se escuchan, intentando abrir las puertas de la salvación
mayoritaria a los que, los ineptos y traidores que solo piensan en
salvar sus pellejos, necesitan dejar afuera para conservar sus
ostentosos privilegios.
Con
la brutalidad propia de los inútiles con poder, desde la cúpula que
conduce este arca de la infamia, se deciden más y más medidas para
eliminar a los reclamantes desesperados. Tiene que impedir a toda
costa su entrada a la salvación, que les arruinaría el festín
perverso que pretenden eterno.
Pero
afuera, los millones de desesperados están empujando contra la
estructura poderosa del arca a las bestias que la resguardan. No hay
golpes, no hay armas, no hay más que cánticos cada vez más
unitarios y de tal sonoridad, que resquebrajan sus paredes.
En
el camino hacia su entrada van descubriendo que el tal hijo del
inexistente dios “Mercado”, no es más que una oscura parodia del
verdadero, ese que se expresa ahora mismo en la fortaleza de un
Pueblo unido y decidido a recuperar el tiempo perdido tras esos
falsos profetas, vulgares mercaderes del arca de los infames, que
terminarán ahogados en el inevitable final del diluvio popular.
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