¡Qué
linda es la unidad! El número uno es bonito, erguido, enhiesto,
firme, siempre con un brazo señalando un camino, uno solo. Todos los
demás van detrás de él. Todos quieren ser el uno. El que gana, en
cualquier actividad, es el uno. La unidad es el resumen, es la
congruencia, la confluencia de muchas fracciones que suman... uno.
Pero, ¿siempre representa la unidad el uno?
En
la ciencia no cabe duda que sí. En la política, rara vez. La unidad
es una entelequia la mayoría de las veces que se la menciona. En
algunos casos es deseo real. En otros es falsa convocatoria a resumir
posiciones imposibles de aunar, por contradictorias.
Suele
forzarse la unidad, en busca de lograr objetivos circunstanciales,
más como medio especulativo que como meta real y querida. En estos
casos, los resultados finales son, inevitablemente, la disgregación.
Cuando sucede, los antiguos convocantes a la unidad olvidan
absolutamente sus pretéritas expresiones edulcoradas sobre sus
aunados, convirtiéndose más bien en sus peores enemigos, como
tratando de mostrar efusivamente sus diferencias que, hasta hacía un
rato, parecían no existir.
Empiezan
entonces la búsqueda de otras armonizaciones con nuevos confluentes,
buscando sostener lo contrario de lo que antes se defendía, pero,
eso sí, diciendo que es lo mismo, pero mejor. Ese nada extraño
comportamiento dual, indica el grado de lealtad a principios que
enuncian, pero no defienden en los hechos.
Este
tipo de especuladores los hay a montones en los ámbitos legislativos
actuales. El deshonor de olvidar sus orígenes para lograr el
relativo y fugaz “éxito”, lo convierte en pasajero del tren del
olvido de la historia, que avanza velozmente con el combustible del
egoismo y la soberbia. Son como esas rutilantes estrellas de cine que
desaparecen tan pronto se descubren sus escasas virtudes artísticas.
Pero
no por sus brevedades son poco influyentes. Alimentados por las
mieles del Poder, mediatizados hasta el hartazgo, convertidos en
figurones de un espectáculo degradante de la política, logran minar
las confianzas de los ciudadanos sobre sus auténticos
representantes, esos que no los traicionan, los que no especulan con
miserables cambios de bandos para obtener las migajas de las
corporaciones.
Su
trabajo ya estará hecho. Habrán destruido esa unidad a la que se
sumaron cuando el verdadero número uno, el líder del momento, los
convocó. Habrán logrado alejar a millones de ilusionados de la
esperanza en sus propias convicciones, destruídas por la miserable y
rapaz acción depredadora de estos falsos profetas de las unidades
vanas.
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