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La salud es lo primero, decían nuestras abuelas. Por entonces,
el médico “de familia” era lo común, convertido en la persona de confianza
absoluta para la solución de las enfermedades de chicos y grandes. Pero también
era un referente, un consejero que aliviaba los pequeños dramas cotidianos, con
la autoridad que le otorgaba un título universitario al que no muchos podían
acceder, y que lo enaltecía en la sociedad.
Hoy en día, el avance científico y tecnológico logra remediar,
o al menos contener, muchos de los riesgos para la salud, y los médicos han
adquirido conocimientos que les permiten diagnósticos más precisos y certeros. Además,
las múltiples especialidades han generado mayores exactitudes en los
tratamientos para aliviar los males físicos y psíquicos.
Sin embargo, el factor humano en la relación médico-paciente
se ha deteriorado hasta el límite de su casi inexistencia, en algunos casos. Casi
como números, una tras otras pasan las personas por los consultorios, donde el ahorro
de tiempo parece ser lo primordial y la palabra ha perdido la importancia que
otrora tenía.
La privatización de la medicina es el factor fundamental en
este proceso de deshumanización de esa comunión oral, trocando los objetivos de
la sanidad por los privilegios de las ganancias. Sociedades anónimas reemplazan
a los hospitales públicos y, además, en ambos trabajan a destajo los
profesionales contratados, sin tiempo para la palabra aliviadora y el abrazo
solidario.
La voracidad por elevar sus status, ha transformado a muchos
médicos en simples engranajes de la maquinaria capitalista, donde los seres
humanos ya no son el eje de sus labores. Empresarios de cualquier rubro abren
sanatorios como si fuesen maxi-quioscos, donde todo se vende y la ética solo es
un recuerdo de un pasado que no reconocen.
Ahora las políticas sanitarias han sido abandonadas a su
suerte, con un Estado que renuncia a sus obligaciones para beneficiar a las poderosas
corporaciones de la medicina, desabasteciendo hospitales e inaugurando pomposos
e inaccesibles sanatorios, con jubilados a quienes se les impone condiciones
para acceder a sus medicamentos gratuitos y millones de personas que navegarán
por mil penurias para lograr un tratamiento digno.
La salud ya no es más lo primero. La palabra no importa más.
El tiempo está secuestrado por el dinero. Y la vida solo es tratada con señales
informáticas, simples leyendas en pantallas que nos otorgará un número para que
nos atienda un robotizado médico, que no sabrá nunca quienes somos.
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