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Hay una costumbre fatal para el desarrollo urbano, que es
hablar sobre los hechos consumados. Se construyen infraestructuras y después de
terminadas, se “descubre” que no alcanzan para las demandas. Se levantan
edificios en terrenos estatales, para luego “darse cuenta” que se perdió
espacio público. Se licitan sistemas de transporte para después tener que
ajustar las tarifas por “errores” de cálculos.
La lista podría continuar con barrios de viviendas
construidos en terrenos inundables, excepciones a los reglamentos de
edificación y al código urbano, extracciones de arbolados para después entender
el valor de sus sombras, y así de seguido con cuanta actividad dependa de la
administración de la ciudad.
Se podría hablar de dos niveles: uno superficial, visible,
adornado, en general, con las baratijas urbanas que promueven la creencia de un
desarrollo inexistente. Lo estentóreo de muchos de estos hechos oculta el otro
nivel, el profundo, el que sin él resulta imposible pensar la ciudad. La
infraestructura es el ejemplo más palpable, siempre dejada para después de las
quejas de los vecinos afectados por su inexistencia o deficiencia.
La palabra planeamiento está siempre a flor de labios de
cualquier funcionario, pero no la entienden. No comprenden al alcance que ella
posee para contribuir al desarrollo armónico de una urbe, sobre todo si la
intención es darle cabida a los intereses de la totalidad de sus habitantes. He
aquí la cuestión principal, que pone a los gobiernos frente al dilema sobre
cuál es el objeto de sus administraciones.
No bastan las buenas intenciones, si no van acompañadas de
la resolución clara y contundente de hacer de la ciudad el ámbito que permita
la construcción de una sociedad diversa pero cohesionada, con objetivos
superadores de los estigmas urbanos más dolorosos, como la falta de dignidad en
las viviendas, la injusta distribución de los beneficios entre los barrios y
sus habitantes, el medio ambiente degradado, la salud desatendida, la cultura
abandonada.
Es imprescindible modificar la actitud frente a la
construcción de la ciudad. Es necesario que la sociedad tome conciencia de la
importancia de su participación real y activa en las decisiones urbanas.
Planificar, en definitiva, no debe ser la labor de un grupo de iluminados sino
de todos los ciudadanos. Y gobernar una ciudad, la capacidad de comprender la
realidad urbana para modificarla, siempre, con justicia social.
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