Coco Blaustein y Osvaldo Daicich, |
La película transcurre dentro de la
televisión. Porque ese es el lugar adonde había sido recluida la
política. Y la realidad misma. Hay una pantalla dentro de la pantalla.
La televisión como sujeto político.
Un indio acaricia el lomo negro de su
perro. La cámara se detiene en sus manos serenas y, sin cambiar de tono,
salta en grandes panorámicas por los paisajes del sur. Se mueve
poéticamente por las geografías abiertas. Acompaña el desplazamiento de
un camión que se esfuma entre remolinos de tierra. Serpentea entre
viejos bares de pueblos, sulkies rodando por caminos polvorientos,
camiones tanques que transportan combustibles, estaciones de trenes con
vagones en desuso, colegialas presurosas, paisanos en bicicleta, el
sonido permanente de los pájaros, los gallos, los ríos, el viento. Y los
perros. No los de grandes ciudades. Educados con modales suaves de
clases medias señoriales. Perros irrespetuosos, un poco inconscientes,
un poco matoncitos, que ladran desenfrenadamente y en directo a las
cámaras intrusas. Poesía federal que Blaustein y Daicich transmiten en
pantalla completa. Aun sin representación televisiva. Por qué es lo que,
previo a la ley, está todavía fuera de los medios. Pero el resto de la
película La Cocina de la ley, de Coco Blaustein y Osvaldo Daicich, es
una película televisada. Doblemente televisada. Porque la televisó la
televisión pública. Pero antes, porque muchos tramos de la película se
emiten dentro de un televisor. En la pantalla del cine –o de la
televisión si se la visualiza a través de este soporte– nos encontramos
con un rectángulo mucho más chico en cuyo interior vemos el desarrollo
del relato sobre los acontecimientos que condujeron a la sanción de la
ley. La película transcurre dentro de la televisión. Porque ese es el
lugar adonde había sido recluida la política. Y la realidad misma. Hay
una pantalla dentro de la pantalla. De este modo, Blaustein y Daicich
encuentran un excepcional recurso para sobredimensionar la mediación
televisiva: la película, la realidad misma, transcurren dentro de la
televisión. Aquello que por años se pretendió invisible se lo muestra de
modo extremadamente visible. La televisión como sujeto político. Como
mediadora invisible en el mismo corazón del proceso político: en la
representación de la realidad y, dentro de esta, de la política. Pero
así como la película comienza mostrando todo un mundo no representado,
un mundo que es pura presentación, un mundo que aparece a pantalla
completa, el del país federal y el de las organizaciones sociales, hay
otro mundo que es pura representación. Un mundo que sólo existe en el
interior de la televisión. Es el mundo de los políticos que expresan los
intereses corporativos. Entonces, mientras las organizaciones sociales
y los dirigentes populares son retratados en espacios abiertos, en
paisajes provinciales, en el interior de la vida de sus pueblos, en sus
tramas organizativas, los políticos corporativos aparecen recluidos en
el rectángulo televisivo, en espacios cerrados, en territorios aptos
para la clandestinidad y el secreto. De este modo Blaustein y Daicich
hacen hablar a las formas. Derivan un discurso de su apuesta artística.
Porque en la película no sólo hablan sus protagonistas, desde la
política y la ideología, sino que hablan sus realizadores desde el
lenguaje específico del cine y de la producción audiovisual. Su cine
urgente es un cine que construye formas artísticas. Que no abandona su
especificidad. Hay un discurso que nace en la forma de narrar y que
excede a los contenidos específicos. Durante el debate en el Congreso,
la cámara de los realizadores se distrae: sigue a los mozos, a un
asistente que reparte el texto que se discute, a los integrantes del
público, a los movileros, a un señor que come un sándwich, a diputados
que toman café, que charlan, que mueven distraídamente una butaca. Es
una cámara expectante, por momentos tensa o nerviosa, preocupada por el
resultado de la sesión parlamentaria. Es una cámara con una posición
tomada. Una cámara que se involucra. Una cámara que habla, con sus
formas de estar en las escenas, de las escenas que filma. Por eso,
cuando habla Silvana Giudici, encerrada en un persistente cuadrado
televisivo, la cámara se va, gira y se retira. Se va por un pasillo
repleto de cables tendidos para la transmisión. Se va sobre las propias
extensiones de las cámaras de televisión, sobre los intestinos
metálicos del sistema televisivo. Se va a esperarla al lugar donde
Giudici posteriormente va: al set televisivo, a su propio y único
territorio, al espacio corporativo. Giudici acude a ese lugar como si
su persona fuera un lugar vacío que aloja prácticas de otros. Una sombra
inerte que ha prestado su figura para que el gran poder simbólico de la
Argentina alcance expresión o traducción parlamentaria. Giudici ha
asumido la posición más extrema de subordinación del poder político al
poder de los multimedios: una especie de diputada médium o ventrílocua,
un lugar vacío en donde se hace audible la voz de otros. Paralelo a
estas escenas, la cámara de los realizadores muestra la tensión
dramática de Carolina Moisés finalizando su discurso con todo su cuerpo
arqueado sobre su banca, soltando un soplo intenso de alivio, tras el
esfuerzo en acto de traducir la voz de sus representados. Blaustein y
Daicich logran la feliz representación antagónica de dos cuerpos en
acción: el de la médium, relajado, recuadrado en el set televisivo,
hablado por otros; y el de la expresión democrática, tensado por el
esfuerzo faraónico de construir una voz que represente exactamente a
millones de votantes. Los realizadores han sido conscientes de que
retrataban ese momento histórico irrepetible que fue el tratamiento
parlamentario de la ley y lo escenificaron como una gran batalla épica.
Una batalla entre lo que la política intenta hacer con la televisión y
lo que la televisión hace con la política. Allí, en el debate, está la
televisión y está la política. Está la televisión sustituyendo al debate
y la televisión que transmite el debate. Está la política
independizándose de los grandes medios. Y la política que intenta
continuar como su apéndice. Y en el medio de todo ello, el lenguaje
cinematográfico. Y la experimentación audiovisual. Al final de la
película, los referentes sociales que eran pura presentación en el
comienzo, se han transformado en representación televisiva. Han
ingresado al recuadro televisivo. Pero, tal como han hecho Blaustein y
Daicich en la película, su ingreso al mundo televisivo deberá producirse
haciendo hablar a las formas. Haciéndolas hablar de otro modo.
Reinventando lenguajes audiovisuales. De tal modo que se haga televisión
mientras continúa la caricia serena del indio mapuche sobre el lomo
negro de su perro irrespetuoso.
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