Comencemos por definir la tecnocracia. Según uno de los filósofos
contemporáneos más lúcidos, “es el poder de la técnica, o más bien de
los técnicos. Es una forma de barbarie, que quisiera someter a la
política y el derecho al orden técnico-científico: tiranía de los
expertos”. La democracia excluye esta solución: “No es porque el pueblo
es competente por lo que es soberano, es porque es soberano que ninguna
competencia técnica podría, políticamente, valer sin él o contra él.
Los expertos están allí para ilustrarlo, no para decidir en su lugar”.
(André Comte-Sponville, Dictionnaire philosophique).
Para eso disponen de un amplio margen: como lo expresó la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, en 1980 la relación entre el producto bruto interno mundial (PIB) y el stock financiero era de 1 a 1; en cambio, en 2008, a 1 punto del PIB correspondían 3,6 puntos del stock financiero. Esta disociación entre la economía real y la financiera y el monstruoso saldo a favor del sector financiero le otorga un margen de maniobra enorme. El problema es que se comparan cosas reales con humo; y ya se están empezando a ahogar.
La pregunta que surge es ¿por qué pueden hacerlo en regímenes democráticos? Tal vez porque en los países europeos los partidos políticos mayoritarios han abandonado sus principios. Surge además la angustia de la inmediatez, que prevalece en momentos de crisis.
¿Y cómo es la reacción? Los mayores partidos políticos europeos han sido arrastrados por la ola. Los socialdemócratas se han convertido en el ala izquierda del neoliberalismo y siguen el esquema: en lo social son de izquierda, en lo político de centro y en lo económico de derecha (eso sí, con sensación de culpa). A su vez, la derecha no tiene inconvenientes en desplegar todas sus banderas neoliberales.
Frente a este panorama de los partidos, surgen los “indignados”, aptos para aguar en las calles la fiesta neoliberal, pero incapaces –por ahora– de estructurar una alternativa seria y viable, porque carecen de un encuadramiento político.
¿Cuáles son las políticas que van a instrumentar los tecnócratas presuntamente asépticos? Dos de ellas son: primero, el cumplimiento de una de las principales reivindicaciones del pensamiento reaccionario, que es el desmantelamiento del Estado de Bienestar; y segundo, la afirmación de la hegemonía económica y política del sector financiero.
Es en verdad sorprendente cómo el sector financiero y sus adláteres (como las agencias calificadoras de riesgo) han reafirmado su hegemonía a pesar de ser los causantes de la crisis actual. En un primer momento, lograron un rescate público masivo no sólo de los bancos, sino también de las otras instituciones financieras, que constituyeron un sistema financiero “en las sombras”, que mueve más dinero que el regulado. Ese costoso rescate, unido a los paquetes de estímulo fiscal y sobre todo a la pérdida de ingresos fiscales causada por la depresión económica, incrementaron fuertemente el déficit fiscal en los países desarrollados (que era muy moderado antes de la crisis) e hizo crecer la deuda pública.
A partir de 2010, arguyendo equivocadamente que la crisis ya era cosa del pasado, el discurso dominante pasó a ser el ajuste fiscal, mientras el dinero público sirvió para rescatar a los causantes de la crisis; hasta los más ortodoxos aprobaron que se pagara sin contar. Pero una vez que los bancos zafaron y volvieron a tener ganancias y a distribuir bonificaciones a sus gerentes, volvió el discurso de la responsabilidad fiscal: no sea cosa que los gobiernos no puedan pagar sus deudas… ¡con los propios bancos! Y como los gobiernos ya están fuertemente endeudados y tienen que emitir nueva deuda para pagar la que viene a vencimiento, el sector financiero tiene un poder de presión extraordinario para influir sobre las políticas económicas.
Si los gobiernos no hacen lo suficiente para generar confianza en los mercados financieros (de la confianza de los consumidores, asalariados y empresarios no habla nadie) entonces la tasa de interés subirá. Más aún, hay que evitar que las agencias calificadoras de riesgo degraden la “nota” de las obligaciones soberanas; así, las mismas agencias que contribuyeron a la burbuja especulativa y a la crisis otorgando irresponsablemente las calificaciones más altas (AAA) a los bonos basura, tienen en sus manos el destino de gobiernos del “primer mundo”, dispuestos a hacer cualquier cosa para complacerlos.
La situación es aún más angustiante para los países como Grecia, que no pueden ya ni pagar los sueldos públicos sin ayuda externa. En esos casos, la pérdida de soberanía se vuelve totalmente transparente, ya que sus gobiernos y parlamentos deben adoptar íntegramente los planes del FMI, de la Comisión Europea y del Banco Central Europeo, para no caer en cesación de pagos. Y obviamente, no deben ni pensar en consultar al pueblo qué es lo que quiere… A un niño enfermo no se le pregunta si quiere tomar el remedio, ese es un problema “técnico”…
Ahora bien, si las formas son más brutales con los países de la “periferia europea”, el contenido de sus programas de ajuste no difiere sustancialmente del que aplican, por ejemplo, Francia o el Reino Unido: todos deben llevar a cabo, además de fuertes ajustes fiscales, drásticas “reformas estructurales” que desmantelarían lo que queda de Estado de bienestar.
¿Hay alternativas, y cuáles? La pregunta es esencial: si no hay alternativas, no hay elección y por consiguiente no hay política. Se trataría realmente de un tema técnico: lo inevitable se puede hacer más o menos bien, según la capacidad de los técnicos. Pues sí, claro que hay alternativas, y para evaluarlas primero hay que no errar en el diagnóstico: los países endeudados, ¿enfrentan problemas de insolvencia o de iliquidez? ¿Qué políticas pueden defender más efectivamente el interés popular en cada caso?
En casos de insolvencia, como el griego, es perfectamente inútil y dañino seguir apretando el torniquete: ningún ajuste servirá para pagar la deuda. Se trata de distribuir los costos entre acreedores, y generar las condiciones para que el país crezca, ya que solo con crecimiento logrará ser solvente de nuevo. Las políticas propuestas hasta ahora no generan esas condiciones, ni aligeran suficientemente la deuda pública: quienes manejan la crisis anuncian que si todo va bien, la deuda pública será el equivalente de 120% del PIB en 2020… Ninguna perspectiva de solución a la vista.
En los casos de iliquidez, como el de Italia y España, el problema es que no pueden acceder a préstamos de mercado sino a tasas prohibitivas. De ese modo, el alto costo de la deuda transformará el problema de liquidez en uno de solvencia, y por montos inmanejables para los fondos de rescate creados por la Unión Europea. En tales casos, hay que dar financiamiento fuera del mercado. El mecanismo más eficiente sería el Banco Central Europeo: la existencia de un prestamista en última instancia mantiene la confianza de los mercados financieros mucho mejor que los ajustes más salvajes, aún con niveles de deuda mucho mayores a los europeos, como en Japón o Estados Unidos. El inconveniente es que para ello debería modificarse el tratado europeo, que le prohíbe al BCE financiar a los Estados.
En ninguno de esos casos es útil un ajuste fiscal. Una espiral recesiva disminuye en cadena a los ingresos, el consumo, la inversión, la producción, el empleo, de nuevo los ingresos y continúa la espiral, todo lo cual hace caer la recaudación fiscal a cada vuelta de tuerca.
Néstor Kirchner nos enseñó que para resolver los principales problemas de una sociedad es necesario politizarlos. El pensamiento único neoliberal sostiene que todas las cuestiones tienen soluciones técnicas; la realidad demuestra que, por el contrario, el planteo y la solución correcta de los problemas son de índole política. En cada caso es necesario ir a su naturaleza misma, estudiar la justicia de cada solución y su viabilidad física y financiera, determinar quiénes serán los favorecidos y los perjudicados, analizar las relaciones de fuerzas existentes y adoptar las decisiones. La instrumentación técnica es necesaria pero queda subordinada a las soluciones políticas de fondo. La diferencia sustancial es que aquí rige la soberanía nacional y popular.
*Senador de la Nación y Doctor en Ciencias Políticas
Publicado en Miradas al sur
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