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El
alivio recorrió su cuerpo. La tranquilidad se asentó sobre él, que
pudo por fin sonreir, al ver que se terminaba con lo que le molestaba
desde hacía tres años. Pensó que todo cambiaría para bien, que
cada uno haría su vida sin estar pendiente de los atentados, de los
avatares de las inflaciones y, sobre todo, de soportar a sus obreros
con los molestos pedidos de aumentos y huelgas. Ahora verían lo que
es bueno, con la mano dura que hacía falta para terminar con tanto
desatino populista.
Su
alegría buscó la de sus amigos, para festejar en la calle, pero no
tuvo demasiada repercusión. Decidió entonces llegarse hasta su
pequeña fábrica, para ver que decían sus empleados. Solo encontró
a algunos en la puerta, esperándolo para que abriera. Los miró
sonriendo, y no pudo dejar de gozar diciéndoles: -¡Ahora sí que se
viene lo bueno!-
Sin
contestar, las miradas tristes y acobardadas lo dijeron todo.
Prefirió callarse y meterse en su oficina. Encendió la radio para
escuchar las novedades y envió al pibe de los mandados a comprar el
Clarín. Cuando lo tuvo, lo leyó todo, ávido por encontrar la
seguridad del fin de los molestos “peronchos”. “Total
normalidad”, decía su diario de cabecera. Se relajó.
Con
el paso de los días, comenzó a notar que dos de sus trabajadores no
venían. Le pareció raro, porque siempre eran cumplidores y le
habían ayudado a levantar su negocio desde sus inicios. Los
apreciaba de verdad, a pesar de los pensamientos políticos
contrarios a los suyos. Al fin, decidió llegarse a donde vivían.
Nadie respondió. Una vecina le contó que hacía unos días vio que
llegaron en un auto unos hombres armados, escuchó gritos y golpes
dentro de la casa y despues salieron arrastrando a dos hombres con
las cabezas tapadas. -Algo habrán hecho-, le dijo la vecina, y cerró
la ventana.
Fue
hasta la comisaría más cercana para preguntar por ellos. Conocía
al subcomisario y pidió hablar con él. Cuando estuvieron a solas,
éste se acercó y le dijo casi al oido: -Mejor dejá de preguntar,
es peligroso-. Lo miró sin comprender, pero prefirió irse
rapidamente de allí. Mientras estuvo adentro, le llamó la atención
que la luz se apagaba y encendía cada tanto, justo cuando se
escuchaban algunos gritos desde los calabozos.
Al
salir sintió un escalofrio que no comprendió. Algo no estaba bien
en todo esto que pasaba. Su tranquilidad se había ido y parecía
otra vez atravesado por el mismo miedo que lo había acompañado
antes del golpe, pero con más dudas sobre su origen. Más todavía,
cuando dos días después alguien llamó a su telefono y le advirtió
que no siguiera preguntando.
Su
empresa empezó a flaquear, las ventas bajaron y tuvo que despedir a
dos de sus obreros. El banco donde tenía su cuenta fue cerrado,
absorbido por otro, por imperio de la nueva disposición del ministro
de economía. Para colmo, la apertura de la importación lo estaba
dejando sin aire para recuperar clientes.
Empezó
a tener miedo cada vez que lo paraban los retenes de los militares.
Le parecía que lo miraban mal, como sospechando algo de él. Sus
amigos le contaban sobre la desaparición de algunos de sus
compañeros de facultad, de los muertos en las zanjas atados con
alambres, pero se negaba a aceptar que fuera verdad.
El
silencio era lo que predominaba sobre todo. Las tapas de los diarios
seguían hablando de subversivos abatidos, pero ya había dejado de
creerles ciegamente. La pobreza parecía crecer sin límites y muchos
de sus conocidos se iban del País. Y mientras los grandes
empresarios estaban exultantes, él seguía hundido en el sótano
económico sin ver salida alguna.
Una
mañana, yendo para su fábrica, vio un amontonamiento de gente sobre
el paredón del ferrocarril. La curiosidad le abrió paso hasta ver
lo que miraban mientras murmuraban. Dos cuerpos yacían tirados sobre
el pasto, con sus ropas desgarradas cubiertas de sangre. Un impulso
extraño le hizo acercarse, para descubrir los rostros inconfundibles
de sus dos obreros desaparecidos.
Se
alejó corriendo del lugar, con un llanto que se le hizo incontenible
mientras recorria el inútil trayecto hacia un trabajo que ya casi no
existía. Sintió como si nada de lo hecho en su vida hubiese
servido. El terror del que había sentido hablar a tantos otros,
ahora se apoderó de él. Y su vida comenzó a ser solo una rutinaria
manera de soportar el sentimiento de culpa que nunca lo abandonaría.
Este
24 de marzo, repitió la rutina anual de poner un abrigo y una
bandera en el bolso y partió a la marcha por la Memoria. Caminó
mezclado entre desconocidos, sintiéndose compañero de cada uno de
ellos, mientras recordaba los ojos abiertos de sus obreros asesinados
hacía ya cuatro décadas, como si le rogaran no olvidarlos y no
perdonar jamás a sus asesinos. Se estremeció de nuevo, tal como
entonces. Pero atravesado ahora por un raro sentimiento de felicidad
popular, que envolvió su culpa y la tiró, para siempre, al oscuro
basurero de los odios sin razón.
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