sábado, 24 de marzo de 2018

DESPUÉS DE LA CULPA

Imagen de "aliciagutierrez.com.ar"
Por Roberto Marra

El alivio recorrió su cuerpo. La tranquilidad se asentó sobre él, que pudo por fin sonreir, al ver que se terminaba con lo que le molestaba desde hacía tres años. Pensó que todo cambiaría para bien, que cada uno haría su vida sin estar pendiente de los atentados, de los avatares de las inflaciones y, sobre todo, de soportar a sus obreros con los molestos pedidos de aumentos y huelgas. Ahora verían lo que es bueno, con la mano dura que hacía falta para terminar con tanto desatino populista.
Su alegría buscó la de sus amigos, para festejar en la calle, pero no tuvo demasiada repercusión. Decidió entonces llegarse hasta su pequeña fábrica, para ver que decían sus empleados. Solo encontró a algunos en la puerta, esperándolo para que abriera. Los miró sonriendo, y no pudo dejar de gozar diciéndoles: -¡Ahora sí que se viene lo bueno!-
Sin contestar, las miradas tristes y acobardadas lo dijeron todo. Prefirió callarse y meterse en su oficina. Encendió la radio para escuchar las novedades y envió al pibe de los mandados a comprar el Clarín. Cuando lo tuvo, lo leyó todo, ávido por encontrar la seguridad del fin de los molestos “peronchos”. “Total normalidad”, decía su diario de cabecera. Se relajó.
Con el paso de los días, comenzó a notar que dos de sus trabajadores no venían. Le pareció raro, porque siempre eran cumplidores y le habían ayudado a levantar su negocio desde sus inicios. Los apreciaba de verdad, a pesar de los pensamientos políticos contrarios a los suyos. Al fin, decidió llegarse a donde vivían. Nadie respondió. Una vecina le contó que hacía unos días vio que llegaron en un auto unos hombres armados, escuchó gritos y golpes dentro de la casa y despues salieron arrastrando a dos hombres con las cabezas tapadas. -Algo habrán hecho-, le dijo la vecina, y cerró la ventana.
Fue hasta la comisaría más cercana para preguntar por ellos. Conocía al subcomisario y pidió hablar con él. Cuando estuvieron a solas, éste se acercó y le dijo casi al oido: -Mejor dejá de preguntar, es peligroso-. Lo miró sin comprender, pero prefirió irse rapidamente de allí. Mientras estuvo adentro, le llamó la atención que la luz se apagaba y encendía cada tanto, justo cuando se escuchaban algunos gritos desde los calabozos.
Al salir sintió un escalofrio que no comprendió. Algo no estaba bien en todo esto que pasaba. Su tranquilidad se había ido y parecía otra vez atravesado por el mismo miedo que lo había acompañado antes del golpe, pero con más dudas sobre su origen. Más todavía, cuando dos días después alguien llamó a su telefono y le advirtió que no siguiera preguntando.
Su empresa empezó a flaquear, las ventas bajaron y tuvo que despedir a dos de sus obreros. El banco donde tenía su cuenta fue cerrado, absorbido por otro, por imperio de la nueva disposición del ministro de economía. Para colmo, la apertura de la importación lo estaba dejando sin aire para recuperar clientes.
Empezó a tener miedo cada vez que lo paraban los retenes de los militares. Le parecía que lo miraban mal, como sospechando algo de él. Sus amigos le contaban sobre la desaparición de algunos de sus compañeros de facultad, de los muertos en las zanjas atados con alambres, pero se negaba a aceptar que fuera verdad.
El silencio era lo que predominaba sobre todo. Las tapas de los diarios seguían hablando de subversivos abatidos, pero ya había dejado de creerles ciegamente. La pobreza parecía crecer sin límites y muchos de sus conocidos se iban del País. Y mientras los grandes empresarios estaban exultantes, él seguía hundido en el sótano económico sin ver salida alguna.
Una mañana, yendo para su fábrica, vio un amontonamiento de gente sobre el paredón del ferrocarril. La curiosidad le abrió paso hasta ver lo que miraban mientras murmuraban. Dos cuerpos yacían tirados sobre el pasto, con sus ropas desgarradas cubiertas de sangre. Un impulso extraño le hizo acercarse, para descubrir los rostros inconfundibles de sus dos obreros desaparecidos.
Se alejó corriendo del lugar, con un llanto que se le hizo incontenible mientras recorria el inútil trayecto hacia un trabajo que ya casi no existía. Sintió como si nada de lo hecho en su vida hubiese servido. El terror del que había sentido hablar a tantos otros, ahora se apoderó de él. Y su vida comenzó a ser solo una rutinaria manera de soportar el sentimiento de culpa que nunca lo abandonaría.
Este 24 de marzo, repitió la rutina anual de poner un abrigo y una bandera en el bolso y partió a la marcha por la Memoria. Caminó mezclado entre desconocidos, sintiéndose compañero de cada uno de ellos, mientras recordaba los ojos abiertos de sus obreros asesinados hacía ya cuatro décadas, como si le rogaran no olvidarlos y no perdonar jamás a sus asesinos. Se estremeció de nuevo, tal como entonces. Pero atravesado ahora por un raro sentimiento de felicidad popular, que envolvió su culpa y la tiró, para siempre, al oscuro basurero de los odios sin razón.

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