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En
todo grupo social aparece un líder. Siempre. Cada uno con sus
características, va marcando al conjunto que encabeza por destacarse
sobre el resto de los integrantes con virtudes, a veces,
apabullantes. Pero de nada serviría tanta capacidad y
sobresaliencia, sino estuviera acompañándolo el resto de los
integrantes de ese grupo. Y su relevancia se perdería sin remedio en
autosatisfacciones sin ningún sentido práctico real, más que un
exhibicionismo ególatra de superioridades sin destino.Pero
hay más complejidades para esta descripción. Aún teniendo
alrededor el número necesario para concretar los objetivos que se
planteen como grupo, dependerá también de la forma de
relacionamiento de ese líder con los demás y de las características
psicológicas que determinen sus decisiones.
Un
líder inteligente sabrá, no solo rodearse de los mejores, sino
mostrarles el camino a recorrer para alcanzar las metas. Un auténtico
adalid podrá señalar errores ajenos y propios (que también los
tienen y deben reconocerlos), corrigiendo con rapidez los desvíos y
modificando la constitución misma del grupo, si las respuestas no
son las que se corresponden con las intenciones.
Pero
cuando para ese cabecilla fundamental actúa por amiguismo, basándose
antes en razones personales que en necesidades grupales, es más
probable el fracaso que el éxito en sus gestiones. Si hace primar
sus cercanías cómplices con algunos integrantes del conjunto,
desconociendo las capacidades de los auténticos mejores, éstos
perderán las posibilidades de demostrar sus individualidades y los
seguros beneficios al accionar grupal que se desprendan de ello.
A
veces, a pesar de esas actitudes egoístas, aparecerán los aplausos
de los muchos ilusionados con los individualismos salvadores. No
faltarán las victorias que levanten el ánimo y refuerce todavía
más el liderazgo que ya ejerce el mejor de todos, relegando otra vez
a los que más saben para seguir sosteniendo a los peores en los
puestos claves del acompañamiento egocéntrico.
Cuando
los momentos decisivos lleguen, será demasiado tarde para cambiar.
Cuando los hechos demanden soluciones reales, imprescindibles para
alcanzar los objetivos por los cuales se asociaron estos individuos,
el líder en cuestión no se animará a cambiar nada, porque el
tiempo lo arrincona contra las cuerdas del ring de la realidad a
fuerza de bofetadas imparables de los rivales que no perdonan sus
errores pretéritos. Allí intentará hacer, por sí solo, lo que el
conjunto nunca podrá, dependiendo más de un azar que suele ser
ingrato a la hora de repartir ganancias.
Se
trata antes de pusilánimes posturas dentro de personalidades de
verdaderas perfecciones casi genéticas, actuando como una especie de
disfraz para tapar las debilidades y miserias que también lo
conforman. Si el triunfo no llega,
seguirá siendo líder por siempre (tal vez), pero atravesado
por el puñal invisible del fracaso anunciado, del consejo no
escuchado, de la meta no alcanzada y de comandar la desilusión de
millones de sueños postergados. Pero si la
fortuna le sonríe, todo se olvidará hasta el próximo desafío,
escondiendo bajo la alfombra del exitismo banal el origen de los
fracasos que le precedieron. Y nada se habrá aprendido.
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