En
las respectivas coberturas sobre la crisis de las fuerzas de seguridad,
La Nación cerró las notas a los comentarios, que probablemente hubiesen
sido del tenor de los que Clarín y Perfil sí dejaron pasar. Perfil hace
gala de un “Reglamento para el Uso de los Espacios de Opinión Pública”
–a los que denomina “los servicios”– en el que se enumeran qué tipo de
mensajes “no están permitidos”. Por ejemplo, los que incluyan “un
lenguaje vulgar, obsceno, discriminatorio u ofensivo”, “todo acto
contrario a las leyes, moral y buenas costumbres” y “mensajes
difamatorios o insultantes”.
Parece que estos dos ejemplos tomados al
azar del pie de alguna de las profusas notas sobre la crisis de
prefectos y gendarmes no incluyen, a criterio de ese diario, nada
contrario a las leyes, ni nada ofensivo ni difamatorio. Uno de ellos
rezaba: “¿Dónde se escondió la cucaracha viuda? ¿Ya se rajó a Río
Gallegos?”. Otro, “Esta vieja hija de puta fundió el país y ahora se
arma su propio golpe para irse con la fortuna que les robó a los
argentinos”. Eso publican los medios en este país en que, según ellos,
corre riesgo la libertad de expresión.
La crisis de las fuerzas de seguridad trajo con ella un tipo de
tensión desestabilizadora –no porque necesariamente ésa haya sido la
intención, sino más bien porque los protagonistas son hombres y mujeres a
los que la sociedad les confiere el monopolio de la fuerza a cambio de
que no deliberen, y eso es un contrato social–. La ruptura de la cadena
de mandos es en sí misma un acto que desestabiliza al sistema
democrático: hay de hecho una estabilidad rota. Ellos lo saben
perfectamente, aunque apelen al derecho a “la libertad de expresión”.
Abandonarse al agite mediático, que los heroíza en tanto les sean
funcionales, o al canto de sirena de líderes gremiales en busca de tropa
propia, vuelve a dejarlos de espaldas al rol que ya se ganaron en
democracia, el de la convivencia y el orgullo. Esta repentina
visibilidad, no obstante, dejó al desnudo dos cosas: una, que otra vez
desde el Poder Judicial hubo caranchos que en lugar de justicia
fabricaron inequidad. Y otra, que el proyecto nacional y popular debe
atender por las vías institucionalmente previstas los reclamos que hacen
a la calidad de vida de prefectos y gendarmes. Incluirlos.
Esta crisis fue cruzada por el relámpago amenazante del secuestro
del testigo Alfonso Severo, y se estampa en la fecha en la que Clarín
debe desinvertir. Del contexto también deben hacerse cargo los
manifestantes armados, que aunque hayan adoptado un discurso democrático
lo que deben hacer es comportarse democráticamente. Hoy por hoy, lo que
se dice vale menos que lo que se hace. Ese contexto incluye un clima en
el que mucha gente cree que la Presidenta ha dicho que se le debe tener
miedo a ella. Hubo uniformados coreando “no tenemos miedo”.
Mucha gente lo cree porque mucha otra gente lo dice, y lo publica y
lo repite y lo analiza y lo condena, aunque casi todos a esta altura
saben que eso no es cierto, que la Presidenta nunca dijo que los
ciudadanos deben temerle. Todo lo que durante años se argumentó sobre la
manipulación ejercida por los medios de la posición dominante en todo
el mundo, en estos días deja de ser reflexión o ejemplo para convertirse
en el pan nuestro de cada día. Es el bocado amargo que se mastica con
indignación cuando uno ya maneja un tema como para advertir las
mentiras, y con sensación de zozobra o impotencia cuando el dato, las
declaraciones o la información es nueva, y uno se ve en la obligación de
salir a buscar por iniciativa propia otras fuentes, otros medios, para
chequear y comparar.
Ese ejercicio, que durante mucho tiempo formó parte del hábito
periodístico, ese ojo clínico y a la vez crítico que en la lectura de
una nota hacía resaltar la procedencia de la afirmación, dónde abrían y
cerraban las comillas en un textual, quién se hacía cargo de las
declaraciones y hasta qué punto llegaba la editorialización, hoy debe
ser incorporado al hábito del lector, el espectador o el oyente en su
rol de ciudadano. Porque es desde ese estatus ciudadano que uno, en este
estado alterado de cosas, debe ejercer esa micromilitancia política
apartidaria que hoy requiere el hecho de informarse. La sociedad
argentina hoy es una sociedad desinformada deliberadamente, es decir,
políticamente, lo que también convierte en político el hecho de
automovilizarse para acceder a la información.
Parece de Perogrullo, pero sólo con la información a mano se puede
estar a favor o en contra de algo. Sólo entonces uno puede desarrollar
un pensamiento propio o crítico, sólo desde la información se puede
tomar una posición. Pero qué tenemos. Tenemos miles de personas que
repiten como si fueran sus propios pensamientos las interpretaciones de
la realidad de los comunicadores que escuchan y leen, salteándose la
instancia de saber si esos argumentos se basan en la realidad o son
especulaciones que nacen del pecado original de la tergiversación. Y
tenemos dirigentes políticos de derecha y de izquierda que abonan las
interpretaciones que nacen de mentiras, a ver si revuelven el río y
pescan algo.
Tenemos gente que se manifiesta opositora y grita que “no tiene
miedo”. Esa gente ha leído en los diarios, ha escuchado en las radios y
visto en la televisión que la Presidenta había dicho que “había que
tenerle miedo a Dios, y un poco a ella”. Para el análisis del sentido de
cualquier texto, desde los rudimentos más primarios de las Ciencias de
la Comunicación, se tienen en cuenta las dos instancias básicas de la
emisión y la recepción. Quién dice qué a quién. Fuera de esa
información, ningún texto puede ser interpretado, porque es la que
determina el sentido.
Clarín ha decidido dar la batalla por sus propios intereses
enloqueciendo el lenguaje y generando climas de hostilidad sacrificando
hasta el más ralo prurito de honestidad intelectual. Aquí y ahora, y
siempre y en todas partes, es éticamente lícito ser crítico de lo que
sucede, no de lo que no sucede.
La emisora de esa frase fue efectivamente la Presidenta, pero los
destinatarios no eran los ciudadanos sino sus propios funcionarios, y
estaba dirigida, después de haberse conocido irregularidades en la
puesta en marcha de la limpieza del Riachuelo que ordenó la Corte
Suprema, a poner un límite público y cortante a la posibilidad de
corrupción generada por la conducta del juez de Quilmes, Luis Armella,
quien multaba a los funcionarios si no contrataban a empresas en los
términos que él imponía, y que en numerosos casos terminaban siendo las
de sus amigos y familiares. Ese caso que expuso Horacio Verbitsky en la
tapa de este diario el 26 de agosto podría haber sido, en otro contexto
político e informativo, un gran caso, porque después de todo iba directo
a la corrupción, que es uno de los ejes de las protestas caceroleras.
Pero la información fue primero desestimada y luego alterada.
Ese discurso presidencial del 5 de septiembre tenía ése y otros ejes
importantes, como la respuesta de la Presidenta a Agostino Rocca,
presidente de Techint, que un día antes, según Clarín, se había quejado
en un encuentro empresario por la “falta de competitividad”, y que más
tarde envió a la Presidenta las notas que llevó al encuentro, y en las
que la “falta de competitividad” no figuraba. Es decir, desmintió a
Clarín. También, el 5 de septiembre y en el mismo discurso, la
Presidenta salió al cruce del clamor clarinista contra el uso de la
cadena nacional. “Las cadenas nacionales son legales. Son para que los
gobernantes den cuenta de sus actos. Para contarles a los argentinos las
cosas que algunos quieren ocultar”, dijo.
La reacción lapidaria del monopolio fue descuartizar su discurso,
recortarle una frase, sacarle el contexto, cambiarle el destinatario,
reorientarle el sentido, amplificarla añadiéndole la caracterización
dictatorial que tallan con sus aludes de adjetivación cotidianos,
agitarla e insuflarla en sectores en que de lo que tienen miedo no es de
la falta de libertad, sino de los cambios que propician más igualdad.
¿De qué nos asombramos si cacerolea mucha gente? Del otro lado de 301
medios hay millones de personas que ni siquiera eligen qué leer o
escuchar. La posición dominante es precisamente eso: lo que no se elige,
lo que hay.
En el bramido destemplado de cada día, hoy se borran las
subjetividades y las particularidades de quienes hablan a través de los
301 medios de Clarín, y los de sus socios menores. Como siempre, pero
más evidente, más crudo y más letal, hoy el multimedio es el mensaje.
*Publicado en Página12
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