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La
guerra de guerrillas es una táctica aplicada innumerables veces a lo
largo de la historia y en diversos lugares y situaciones en el Mundo.
Es esa forma de generar daños permanentes al enemigo con ataques de
dimensiones pequeñas pero que van minando la estructura y el poder
de respuesta del mismo. En la historia nacional, siempre se menciona
al General Güemes como el respaldo que tuvo San Martín para
sostener la frontera norte del territorio mientras él preparaba su
estrategia de los Andes. Mucho tiempo más acá, Fidel y el Che le
dieron cuerpo a esta forma de lucha desde la ya famosa Sierra
Maestra, logrando la victoria sobre un ejército muy superior en
número y armamento.
Pero
no solo en las guerras armadas se utiliza esta táctica de demolición
del poder enemigo. También en la política en tiempos de paz se
generan acciones “guerrilleras” para socavar al adversario en
ámbitos formalmente democráticos. Apenas aparecen gobiernos
populares (o populistas, en términos peyorativos), el Poder Real
comienza a generar estrategias para derribar a ese enemigo que le va
quitando prerrogativas y ventajas económicas, que nunca está
dispuesto a ceder.
Entre
esas estrategias, los medios de comunicación se constituyen en los
“guerrilleros” de esa guerra impiadosa que se desata para
derrumbar cada acción gubernamental hasta volcar a las mayorías
hacia la “oposición”. Con la persistencia de la gota de agua que
horada la piedra, ahí están, en cada periódico, en cada pantalla,
en cada emisora de radio, en cada tweet, desmoralizando, socavando,
esmerilando hasta penetrar en la conciencias de los receptores.
Así
ha actuado esta particular “guerrilla” comunicacional del Poder
durante los años de los gobiernos conducidos por líderes populares
que generaron políticas de ampliación de derechos, de crecimiento
económico y distribución más equitativa de la riqueza. Cada paso
dado en ese sentido, era inmediatamente denostado con el armamento
vociferante de quienes abarcaban (ahora, más aún) todos los
espacios de comunicación, hasta convertir lo virtuoso en nefasto.
De
tal dimensión fue su acción degradante de la realidad, que se
lograron éxitos hasta ridículos por lo que expresaban (y todavía,
increíblemente, lo siguen haciendo). Se llegó a convencer a un gran
sector de la población con frases como “se robaron un
presupuesto”. A continuación siguió la payasesca afirmación del
enterramiento de semejante fortuna en tierras patagónicas, donde un
personaje de clara incapacidad mental que oficia de fiscal de la
Nación, fue con sus retroexcavadoras a montar un show felinesco para
encontrar el famoso “tesoro” perdido.
Pero
no se quedaron solo con esos actos delirantes. El convencimiento que
más ansiaban era el de demostrar que nunca se estuvo peor en la
historia, justo en esos momentos donde se estuvo... mejor. La
actividad “guerrillera” ha dado sus frutos, por más increíble
que le pueda parecer a cualquier turista extranjero que hubiera
visitado antes y ahora nuestro País. Existe un porcentaje alto de la
población que asevera lo contrario a lo vivido por ellos mismos. Hay
una transpolación de realidades virtuales a la letra odiosa de una
historia tan falsa como sus dicentes, pero arraigada en una
idiosincracia preparada durante décadas para sostener la validez de
lo que no ve y la certeza en lo que no siente.
Aún
en muchos militantes de esos gobiernos populares se han logrado
perforar las convicciones. Desde allí también surgen las dudas
hacia sus otrora casi endiosados dirigentes. Nadie está a salvo de
las balas mediáticas, que todo lo contaminan con sus prebendas
mentales. El odio es la enfermedad transmitida por esos virus
etéreos, capaces de demoler la verdad como un castillo de naipes. Y
la realidad ha muerto lentamente, envuelta en la mortaja miserable de
la estrategia de las mentiras del poder y la mugrosa táctica de los
“guerrilleros” de TV.
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