Imagen de "Agencia Paco Urondo" |
Por
Roberto Marra
Ahí
están, siempre a la vista, exponiendo sus carencias sin tapujos, sin
cortinas ni paredes. La calle, las plazas, los breves espacios bajo
los aleros de esos edificios que nunca podrán habitar, son el
escenario habitual de este teatro continuo de la miseria. No es nada
nuevo. No se trata de hechos que desconozcamos o no estén a la vista
de todos. Sin embargo, el abandono de las personas es casi un paisaje
cotidiano que cruzamos tal vez con amargura, o con lástima, o con
desprecio o, lo peor, con absoluta indiferencia.
Frío,
hambre y abandono es el cóctel fatal que se les ofrece a estos
desarrapados. “Esperanza cero”, diría el asqueroso sirviente del
imperio que transita la Rosada, partícipe necesario en estos delitos
jamás tenidos en cuenta por fiscales y jueces, siempre tan ocupados
en resolver encarcelamientos a los molestos opositores al régimen
del oprobio y la destrucción nacional.
Los
paladines de la alegría y el cambio también gobiernan la ciudad de
Buenos Aires, amarilleada y senderizada para goce de muy pocos ilusos
creyentes en globos de colores cada vez más sucios por la
acumulación de mentiras y odios encarnados en los abandonados. Hasta
fueron capaces de cambiar los bancos de las plazas, otrora refugios
salvadores para sus noches sin techo, ahora atravesados con saña por
hierros para impedirlo. Una tortura más para alejar a los “nadies”
de la vista de la “buena gente”.
Su
corrupta polícía transita las calles, no en busca de ladrones ni
narcos, sino de esos despojos humanos que llaman, con cinismo
repugnante, “personas en situación de calle”. Con la ferocidad
de los perversos, rompen sus colchones agujereados, queman sus
cartones refugiantes, patean sus braseros protectores de frios
interminables y acarrean sus cuerpos lacerados a los rincones más
ocultos y lejanos, para que la “sociedad sana” se sienta
“protegida” del “peligro” de los pobres de toda pobreza.
Golpeados
y convertidos en basura humana, algunos podrán porfiar contra
semejante adversidad, pero otros flaquearán ante la suma
interminable de injusticias que acumulan sobre sus años. La lluvia y
el viento helado serán culpados, luego, de sus muertes. Nadie
cargará con este pecado sin mandamiento divino que lo impida.
Nunca
se sabrá nada de sus vidas anteriores, de las causas que los
llevaron al abandono. No será posible saber, tampoco, de sus sueños
muertos, escondidos en el último rincón de sus almas penetradas de
olvidos y rencores sin rebelión. El desamparo ha sido su innoble
compañía y la deserción de la esperanza el golpe final para ceder
sus vidas al designio de una sociedad enceguecida.
Yacerán
en los lugares más oscuros, pedirán ayudas que no les darán,
rasguñarán los contenedores de basuras en busca de un pan que les
dé un día más de vida. Algunos serán abrazados por curas que
entendieron el evangelio. Otros serán expulsados de los templos de
señoras gordas que le rezan a un Jesús que nunca podría estar
allí. La mayoría morirá en silencio, atravesando una calle, en una
estación o debajo de un alero.
Cada
vez habrá más abandonados, porque se reproducen al ritmo de las
vilezas de los poderosos y la indolencia de una sociedad con
anteojeras, que solo ve el abismo cuando está cayendo. Ya no nos
queda más tiempo, y es el momento de ponerle freno a esa injuria de
lo humano. Es el tiempo de colocar reversa y salvar el último
reducto de la esperanza en una vida nueva. Es ahora cuando se deberá
asumir que la dignidad no es una palabra vacía para discursos de
plazas llenas. Y es cuando el Poder sabrá que todo lo puede, pero
solo mientras el Pueblo esté dormido. Y temblará de miedo.
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