Imagen de "Calameo" |
Por
Roberto Marra
En
una sociedad donde nada parece suceder si no sucede en los medios,
donde todo se vuelve real solo si lo instalan los comunicadores de
noticieros y programas de falsos “debates”, no resulta extraño
que se aprovechen esas circunstancias para dirigir los sentidos de la
población hacia lo que los dueños y promotores de esos medios
necesitan y desean. Y como todo invento, el sistema comunicacional
adquiere las virtudes y los defectos de quienes se apoderan de ellos,
lo cual, en el capitalismo en el que vivimos, se transforma en un
poderoso cerrojo a la libertad que (falsamente) se dice promover.
La
mentira se ha convertido en lo habitual, contruyendo una realidad
paralela que actúa como una virtual “pala mecánica”, arrancando
los conocimientos de la realidad para profundizar la brutalidad y
facilitar la dominación. La falsedad es la moneda corriente con la
que se paga la credulidad de millones de personas apabulladas por la
metralla de dicotomías que aseguren la generación de desprecios y
odios hacia los sectores sociales que el Poder ya no necesite para
sus negociados.
En
ese ámbito, inmersos en esas circunstancias, se van sucediendo los
períodos de gobiernos en esta particular “democracia” donde todo
está retorcido por el poder comunicacional, donde cada palabra que
se utiliza está pensada para distraer o enterrar la realidad,
haciendo ilusorio el sueño de una libertad que jamás se tiene,
salvo para optar entre males mayores o menores, aún cuando, cada
tanto, aparezcan seres excepcionales que se animan a hacer lo que
parece imposible.
Entre
esas palabras que se transforman en caballito de batalla de los
poderosos y sus mendaces representantes mediáticos y politiqueros,
está el “consenso”. Nadie que pretenda asumir una posición
dominante, dejará de utilizarla. Todos y cada uno de los
contendientes en las batallas ideológicas y electorales, girarán en
torno a ese término que se asume como incontrastable. Casi como
mágico, ese vocablo representa una actitud de elevada conciliación,
un método insoslayable, aparentemente, para convertirse en “bien
visto” por la sociedad.
Justo
lo contrario de lo buscado, esa palabra se convierte, más veces de
lo que se pueda pensar, en parte del problema para salir del
estancamiento dogmatizante, que abreva en eso que se acostumbra
denominar como “el sentido común”. La idea de que se puede
obtener una unívoca postura de todos los integrantes de una sociedad
resulta tan falsa como cada una de las mentiras con las que se
construyen los sentidos generalizados a través de los medios.
Dueños
de las conciencias mayoritarias, los poderosos plantan la semilla del
aparente “consenso”, que remite a lo que ellos promueven como
idea de “sociedad mejor”, un cúmulo de obviedades sensibleras
para distraernos de sus reales objetivos de continuidad de su
dominación y elevación de sus fortunas. La natural bonhomía de la
población hace el resto, dejando pasar por enésima vez el engaño
hasta que (tarde) descubre que ese famoso “consenso” solo lo era
entre los oscuros personajes que siempre los estafaron.
Ya
es tiempo de descubrir en los inevitables “disensos” la verdadera
raiz de la conformación de una sociedad renovada, donde cada postura
ideológica pueda expresarse libremente, sin ataduras a inverosímiles
unívocas posiciones sobre cada uno de los temas que importen, donde
se logre la unidad de acción de los diversos con los aportes
generosos de cada quien. Y donde la búsqueda de la verdad se libre
de los falsos paradigmas impuestos desde las usinas del pensamiento
único, tan falaz y tan perverso como obligarnos a vivir en un Mundo
sin diferencias.
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