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La
política es en buena medida una disputa de legados, de palabras, de
ideas, de nombres propios que dejaron una marca en la historia y que así
acompañan, confiriéndoles una temporalidad extensa, las luchas que las
mujeres y los hombres de una época dada emprenden por la emancipación,
los derechos, la igualdad. El sentido de ciertas inspiraciones
históricas es a veces inequívoco (aunque el tiempo haga que pierdan sus
particularidades y adopten una significación universal: “Evita ya es de
todos los argentinos”), en tanto que otras veces las generaciones deben
enfrentarse con una opacidad de las cosas que reciben de otras
generaciones, pues su significado no se obtiene sin un trabajo. Y otras
veces se trata de un hallazgo motivado por la acción conjunta de la
fortuna y la urgencia de pensar lo que ocurre. La intensa mención de
Deodoro Roca en los últimos discursos de Cristina Fernández se inscribe
en este último caso.
En el discurso de Córdoba con motivo de los 400 años de la UNC, una
lectura vibrante y apasionada de las primeras líneas del Manifiesto
Liminar (que Deodoro redactó sin incluir su nombre entre los firmantes)
marca un hecho histórico en cuanto interrumpe el desencuentro de la
cultura reformista y el peronismo (y al revés) gracias a un hallazgo –el
Manifiesto– cuya relevancia alcanza su dimensión verdadera a la luz de
la adversidad que encuentra en lo real quien busca producir reformas,
universitarias o sociales. Fue un acontecimiento de enorme singularidad
escuchar a la Presidenta leer con emoción el Manifiesto de Deodoro ante
miles de personas en una fría noche de Córdoba que seguramente, aunque
sea sólo por eso, va a quedar en la historia.
Una lectura que transmitía la comprensión profunda de lo que ese
texto lega como un tesoro, para cuyo descubrimiento no basta con
meramente leerlo ni se llega a él a través de su simple estudio;
comprenderlo es detectar contra quiénes fue escrito, haber sentido el
poder del Poder, un indignado asombro ante los privilegios y un cierto
asco (uso adrede la palabra de Fito Páez, quien tras el discurso de
Cristina cerró en Córdoba una noche cuyo significado debemos desentrañar
aún) que Deodoro no escondía frente a una retórica reaccionaria y
escandalizada que, en 1918 como en 2013, se otorga a sí misma la
potestad de custodiar esencias.
Por una vía insospechada, la reacción antirreformista del presente
devuelve a la palabra Reforma –tal como fuera acuñada por la fragua de
1918– su intensidad originaria y su caladura más penetrante: la
transformación de las formas, la reelaboración social de las que
existen, clausuradas en sí mismas y sólo animadas por la
autoconservación; la reinvención de las instituciones para que expresen
los derechos en vez de bloquearlos.
Al día siguiente del acto en Córdoba, el discurso de la Presidenta
en Rosario evocó el Manifiesto para superponer la reforma universitaria y
la reforma de la Justicia: lo que se hallaba sepulto o dormido cobra
vida otra vez por pura urgencia del presente. La voluntad reformista de
1918 conecta con la voluntad reformista de 2013 por mediación de un
texto que irrumpe, casi cien años después de haber sido redactado, con
su carga de novedad y con su aliento más vertiginoso. Este “hallazgo” de
la reforma universitaria llega por un camino inverso al que transitara
el propio Deodoro quien, conducido al hallazgo de la cuestión social a
partir del fracaso de la revuelta universitaria, en plena contrarreforma
de los años ’30, escribía: “No hay reforma universitaria sin reforma
social”.
La recuperación de la referencia reformista en la actual coyuntura
política la sacude del sesgo conservador por el que se hallaba investida
(es posible sentir de manera casi física la ironía de la historia al
comprobar la apropiación de la reforma por el pensamiento reaccionario
cordobés contra el que fue precisamente desencadenada –ver si no la
columna “Una batalla no se le niega a nadie” en La Voz del Interior al
día siguiente del acto en la universidad); es decir la saca de su
confinamiento en el bronce, la libera de la pura anécdota y la convoca
como inspiración para nuestras propias reformas, las que resulta
necesario librar ahora.
No sólo encontramos en esa recuperación plenamente política las
condiciones para una confluencia de la tradición reformista y la
tradición de la universidad popular promovida en el primer peronismo,
también para una potenciación mutua entre los conceptos de autonomía y
nación, entre la libertad de pensamiento y el compromiso con los dramas
sociales, de los que la universidad no puede desentenderse si aspira a
la calidad. Y sobre todo –pues el tiempo es un dios niño que vuelve
realidad los anhelos cuando él quiere– como un efecto tardío de la más
emblemática revuelta producida por la juventud americana, estalla en
nuestros días la contribución de la reforma universitaria a la reforma
social que anunciaba Deodoro hace ya muchos años.
* Docente e investigador de la Universidad Nacional de Córdoba.
Publicado en Página12
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