El G-20 reúne a las economías avanzadas y emergentes más importantes
del mundo, y está integrado por 19 países miembros y la Unión Europea
que, en conjunto, representan cerca del 90 por ciento del PBI mundial,
el 80 por ciento del comercio global y dos tercios de la población
total. Entre sus objetivos se encuentran la coordinación de políticas
para lograr la estabilidad económica mundial y el crecimiento
sostenible; la promoción de regulaciones financieras que permitan
disminuir el riesgo y prevenir nuevas crisis; y la reingeniería de la
arquitectura financiera internacional.
Desde que estalló la crisis, en
2008, hubo siete cumbres de presidentes; la última en junio pasado, en
México. La próxima será en septiembre de 2013 o, en San Petersburgo,
Rusia. Por resultados, con la economía de Estados Unidos estancada y la
Eurozona en recesión, el G-20 no ha podido mostrar avances sustanciales
para superar la crisis, aunque también puede especularse con que la
situación de la economía mundial hubiese sido peor sin su intervención.
De todos modos, cinco años es tiempo suficiente para evaluar si los
países latinoamericanos no están en condiciones de diseñar estrategias
defensivas propias. Además de medidas contracíclicas aplicadas por cada
uno en forma independiente para amortiguar los costos de la crisis, y de
esperar que las potencias decidan abandonar la estrategia
autodestructiva de austeridad, la región tiene la posibilidad de
concretar un salto cualitativo de cooperación entre sus países miembro
para enfrentar un escenario económico internacional complicado sin
signos de recuperación firme.
La debacle europea (para evitar el default de la deuda y el euro han
declarado un default sociolaboral) y las dificultades de la economía
estadounidense para retomar un sendero de crecimiento estable definen un
panorama mundial de mayores incertidumbres a las ya tradicionales. La
región demostró en estos años que tiene fortalezas macroeconómicas y que
puede diseñar con éxito políticas monetarias y fiscales contracíclicas
para amortiguar los efectos de golpes externos adversos. Expuso una
posición macroeconómica holgada en comparación de las sucesivas crisis
recurrentes que había vivido desde principios de la década del ‘80,
presentando tres características comunes: superávit sostenido en la
cuenta corriente del balance de pagos, reducción del coeficiente de
endeudamiento en relación al PBI, y elevado stock de reservas
internacionales en los bancos centrales. Hasta ahora, América latina ha
probado que ya no es tan vulnerable a las variaciones de las condiciones
económicas internacionales. Esa estrategia resultó efectiva ante la
emergencia en 2009 y 2012, pero tiene límites y más aún cuando se
prolonga la crisis en las potencias.
Los espacios de cooperación y complementación comercial, económica y
financiera de la región no se han desarrollado con la intensidad que
demanda la situación internacional. Por caso, existe un paso cansino en
la revisión y modernización de las instituciones multilaterales de pagos
y de crédito con que cuenta la región. Se repite lo mismo en el
desarrollo del Banco del Sur y en el fondo latinoamericano de reservas.
En definitiva, no se ha aprovechado la coyuntura para acelerar el diseño
de una estructura financiera regional para adaptarse a los cambios en
los flujos comerciales y financieros mundiales, como lo han hecho los
países asiáticos sin abandonar los organismos multilaterales conocidos.
Avanzar en la integración financiera requiere de una mayor
coordinación macroeconómica entre los países, tarea que ha sido muy
limitada en estos años. Los gobiernos progresistas de la región –en la
definición más amplia– han expuesto restricciones en ese aspecto durante
estos años. Los próximos se presentan como claves para superar la
desconfianza o la presunción de que cada uno por separado podrá quedar
mejor parado en esta crisis global. La morosidad para construir una
estructura financiera latinoamericana expresa debilidad en la capacidad
de traducir en los hechos los consistentes discursos y la voluntad
política de integración de los líderes de la región. A fines de este
mes, en la conferencia anual de la UIA, se presentará un atractivo
escenario para verificar la capacidad de avanzar en acuerdos concretos
cuando se encuentren las presidentas Cristina Fernández de Kirchner y
Dilma Rousseff.
El mundo desarrollado bajo el dominio de las finanzas globales no
ofrecerá respuestas a las aspiraciones de desarrollo expresado por los
gobiernos latinoamericanos. Más bien, hoy es un elemento perturbador de
la estabilidad. En un documento de hace dos años del Grupo de Trabajo de
Integración Financiera, en el marco de la Unión Suramericana de
Naciones (Unasur), se planteó una agenda de núcleos de consenso básicos,
definidos por los siguientes temas:
- Desarrollar un sistema multilateral de pagos asentado en el uso de
las monedas locales para concentrar la mayor parte del volumen de
transacciones comerciales intraregionales. Para ello proponía revisar el
sistema de pago incluido en el convenio Aladi, el de Argentina y Brasil
implementado en septiembre de 2008 y el Sistema Unitario de
Compensación Regional (Sucre) integrado por países del ALBA (Bolivia,
Cuba, Ecuador, Venezuela y Nicaragua). Esos mecanismos monetarios surgen
por la necesidad de la región de adaptarse a la crisis internacional y a
la incertidumbre respecto del futuro del dólar como moneda de reserva.
Es lo mismo que está impulsando China con socios comerciales relevantes,
como Rusia y Japón.
- Coordinar los fondos financieros disponibles en condiciones más
ventajosas, en plazos y tasas de interés, que las ofrecidas por el
mercado para ser aplicado a proyectos de desarrollo, infraestructura e
integración regional. En ese sentido, siete países participan del Banco
del Sur con el objetivo de profundizar el crédito de fomento. Por ahora,
esa entidad poco ha avanzado en ese propósito más allá de cuestiones
normativas y formales.
- Implementar un mecanismo de coordinación de reservas disponibles,
que pudiera ser utilizado para estabilizar desequilibrios transitorios
en la balanza de pago de países de la Unasur. El objetivo sería ampliar
la capacidad de intervención de los bancos centrales locales frente a
ataques especulativos contra la propia moneda. Poco y nada se ha
avanzado en este punto. La experiencia asiática aquí también es una
referencia importante para superar obstáculos.
- Impulsar un mercado regional de capitales para canalizar los
excedentes de ahorro y las demandas de inversión, en especial en
infraestructura.
El diseño de una estructura financiera regional, junto a una mayor
integración productiva e incremento del comercio intra regional,
constituyen la oportunidad de aprovechar el actual contexto político
latinoamericano. Ese salto cualitativo establecería las bases para
consolidar un enfoque estratégico de desarrollo regional en un mundo con
las potencias centrales sumergidas en una crisis de desenlace incierto.
*Publicado en Página12
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