“¿Cómo puede conciliarse la afirmación de que la base
psicológica del nazismo se hallaba constituida por la vieja clase media
con aquella otra según la cual el nuevo régimen funcionaba en favor de
los intereses del imperialismo alemán?”
El miedo a la libertad, Erich Fromm.
Aunque los nazis no fueron los primeros en utilizar las, allá por
entonces, flamantes herramientas del condicionamiento pavloviano y el
conductismo, ya disponían del exclusivo dominio de una nueva tecnología. Con el anónimo imperio del “tambor de la tribu”, como llamó Mac
Luhan a la radio, impusieron montajes como “La Noche de los Cristales
Rotos” e invisibilizaron a los beneficiarios del régimen.
La vigencia de la pregunta de Fromm señala que las respuestas
continúan vinculadas con la naturaleza humana, el formateo ideológico de
los grandes medios y con las manipulaciones emocionales de aquellos
operadores profesionales capacitados para azuzar al “rebaño
desconcertado” que, en palabras de Lippman, “brama y pisotea” a favor de
la hacienda ajena.
El arte comunicacional ha refinado sus técnicas de seducción y
consenso, y hoy provee consignas de paz y edulcorado amor junto a
apelaciones al miedo e incitaciones al odio, sobre cientos de
aplicaciones inmunes a las contradicciones. Un manto de “objetiva
neutralidad” también permite armonizarlas, mediante elaboradas
racionalizaciones, con aquellos valores, intereses y obsesiones que
supieron vender a aquellos sectores de la clase social a la cual cree
pertenecer la amplia mayoría.
La clase media es una categoría elusiva en términos económicos,
sociales y políticos, y en crecimiento desde el siglo XVIII. Su espectro
ideológico congrega desde aquellos que leen el descenso de la pobreza
como un agravio a sus derechos y privilegios a quienes lo impulsan como
un avance hacia la inclusión y la equidad.
No es casual, entonces, que los creativos comunicadores de los
imperios enaltezcan “la paz” durante las dictaduras e insistan en
dividir las aguas de la democracia entre una barbarie populista y una
minoría civilizada. O que enfrenten a las propuestas políticas
inclusivas con campañas de mentiras y desconfianza, desalentando
acercamientos o debates, para reforzar ideologías contrarias a la
participación popular y refractarias a la solidaridad.
El diseño de sus productos comunicacionales precisa del monólogo,
tanto para imponer el monopolio de sus productos industriales como para
fortalecer los hábitos de lectura e interpretación de la realidad que
relacionen frustraciones con conflictos sociales e inciten, si fuese
necesario, a canalizar las angustias personales hacia algún chivo
expiatorio.
Disponen de una larga lista de prejuicios y discriminaciones como recurso de dominación.
Para quienes lucran con la infelicidad humana, los enfrentamientos
entre blancos y negros, árabes y judíos, musulmanes y cristianos, según
época y región, resultan más o menos funcionales para dividir con el
miedo y separar por el odio. Delegarán en la “prensa independiente”
asumir la autoridad, en forma de “opinión pública”, para sumergir al
público en “una insoportable sensación de soledad e impotencia” y
suministrarle, en el momento propicio, el alivio de culpables unívocos y
líderes llave en mano.
Los grandes medios concentraron el diseño global de estrategias y
agendas que impiden, o al menos dificultan, a las clases medias
trascender el pensamiento binario. En la actualidad, el despliegue
globalizado de pesadillas reparte disyuntivas categóricas, reinstala las
confrontaciones del viejo mundo bipolar y opone la bárbara intolerancia
del adversario progresista al civilizado manejo de conflictos de las
corporaciones, astutas para banalizar desde los cuentos zen y jasídicos
hasta la respiración Pranayama.
Por el contrario, la ley de medios audiovisuales es hija de la
reflexión crítica y sus actuales desafíos no pueden prescindir de ella;
entre otros buenos motivos, porque las nuevas calles se ganarán
desarticulando temores infundados, con trabajo y sin soberbia.
Vivimos una oportunidad histórica que demanda el ajuste más refinado
de la percepción, una planificación sensible –dónde, cómo y cuándo se
participa– y la conciencia de que los debates no ponen en riesgo al
proyecto, pero desarman mentiras, revelan intereses y exigen estudiar y
documentar argumentos, profesionalizando, en el mejor sentido, la
comunicación.
La distribución de la palabra y los bienes culturales respaldan las
acciones del poder popular y demuestran, con Fromm, que “no sólo debemos
preservar y aumentar las libertades tradicionales, sino lograr un nuevo
tipo de libertad que permita la realización plena”.
* Antropóloga Universidad Nacional de Rosario.
Publicado en Página12
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