domingo, 3 de junio de 2012

VOLVER A PENSAR LA REELECCIÓN

(Original de Tiempo Argentino)
Por Hernán Brienza*

Si yo –con mis características personales– fuera la presidenta de la Nación Cristina Fernández de Kirchner, y especulara con mi futuro político y personal, si calculara milimétricamente la futura escritura de la historia, el 11 de diciembre de 2015 iría a descansar a mi casa y disfrutaría de haber sido la primera presidenta elegida por el voto popular.
Me iría con el porcentaje de imagen positiva más alto de la democracia argentina desde 1983 y dejaría que me recuerden “simplemente” por ser la mandataria que interpeló culturalmente a la sociedad, la que le mostró a los ciudadanos la verdadera cara de la Sociedad Rural, la que sancionó la Asignación Universal por Hijo, la Ley de Medios, el matrimonio igualitario, la reforma del Código Civil, la Ley de Identidad de Género, las nacionalizaciones de Aerolíneas Argentinas, de YPF, el salvataje de las jubilaciones, la inclusión de dos millones de personas al servicio previsional, la que abrió el Banco Central, y gobernó con los números macroeconómicos en regla, con años de crecimiento económico sostenido y sobre todo con el control de la desocupación en apenas un dígito. 
Además, sabría que retirarse en el mejor momento siempre garantiza dos cosas: a) que la última imagen sea la de una estadista que, supuestamente, renuncia a su propio beneficio personal y respeta el fetiche de la institucionalidad –en términos coloquiales, “te deja con las ganas”–; y b) evitar esa ley de la política que dice que a mayor longevidad de los gobiernos aumenta la posibilidad de la creación de un contrapoder brutal que termine destrozando lo construido por la gestión anterior. 
Es más, hasta podría convocar a una reforma constitucional, me abstendría de poder ser reelecto y le sumaría a mi historial “para el procerato” el galón de haber modernizado y renovado el decimonónico sistema presidencialista –aunque aclaro que en mi opinión personal soy alberdiano respecto de la figura presidencial para los pueblos americanos– por un actualizado parlamentarismo. Y si mantuviera cierta cuota de legitimidad de poder pactaría con mi sucesor condiciones de respeto a las transformaciones realizadas durante los últimos años. 
Y después de todo eso, yo –que soy un poco vago– me sentaría cómodamente en mis laureles y, por ejemplo, me dedicaría a leer literatura, historia, política, escribiría un libro de memorias y me dedicaría a estar más tiempo con mi familia. Claro, yo, por suerte para millones de argentinos, no soy presidente de la Nación.
Pero más allá de la ironía, resulta absolutamente necesario pensar, reflexionar, discutir seriamente el tema de la reelección democrática en la Argentina. Y hacerlo sin fetichismos ni histeriqueadas intelectuales. Sino sopesando seriamente los pro y los contra que tenga la posibilidad de que un pueblo elija por todo el tiempo que quiera a un presidente de la Nación. Porque la cuestión es muy sencilla y podría enunciarse como un silogismo monteagudiano: ¿A quién pertenece la soberanía en los sistemas democráticos? Al pueblo, claro. Entonces, si la soberanía popular es la base de las democracias, ¿qué autoridad hay por encima de esa soberanía que se permite limitar justamente esa soberanía? ¿Las ideas de quién? ¿La institucionalidad impuesta por quién? ¿Debe ser la institucionalidad más soberana que el propio pueblo soberano? Podría decirse en contra de esta argumentación que permite el siguiente razonamiento: si una mayoría desea hacer desaparecer a una minoría, tiene el derecho a hacerlo porque tiene la soberanía para hacerlo. Sería válida esta cuestión si la democracia fuera sólo un manojo de procedimientos metodológicos. Pero por suerte, es también una serie de principios sustantivos por sobre lo meramente litúrgico.
Un párrafo aparte merecen claro los cancerberos del fetiche de la institucionalidad al que dividiría en tres sectores: a) los liberales conservadores, como Mariano Grondona o Joaquín Morales Solá, que no son más que fariseos que se rasgan las vestiduras por las continuidades de gobiernos populares pero no tuvieron el más mínimo recato en andar por allí defendiendo a cuanta dictadura militar se campeara por nuestro país y no tuvieron problemas en brindar por gobiernos eternos como el de Augusto Pinochet en Chile, y aún hoy celebran la institucionalidad chilena; b) los supuestamente progresistas bien intencionados que no tienen problemas en que Felipe González o François Mitterrand hayan gobernado 14 años seguidos o sienten fascinación por el glamour de las monarquías europeas a pesar de que sean mamotretos incomprensibles en pleno siglo XXI. Podrán retrucarme que la monarquía es una tradición europea engarzada en la historia de los pueblos. Y contestaré que entiendo el argumento y que por eso apoyo los liderazgos populares y personalistas en América Latina, porque son parte de la tradición del caudillismo popular que, como decía Juan Bautista Alberdi, conformaron “la verdadera democracia” en estas tierras (Pequeños y grandes hombres del Plata); c) los ignorantes supersticiosos. Pero aquí estoy tratando de política y no de religión.
Un párrafo aparte merece la cuestión de los liderazgos populares latinoamericanos. La formación de las republicoides oligárquicas de fines del siglo XIX constituyó en nuestros países sistemas institucionales cerrados sin movilidad social-política, en el que verdaderas camarillas compuestas por partidos y familias determinados dirigieron los destinos de esos países sin la participación popular. Hubo algunas excepciones: la Revolución Mexicana, el varguismo brasileño, el peronismo en la Argentina, la Revolución Cubana, el socialismo allendista en Chile, y el chavismo venezolano actual, entre otras. En algunos de esos casos la aparición de hombres “providenciales” –como los titula irónicamente el conservadurismo intelectual– funciona como catalizador de las voluntades populares y mayoritarias no representadas por los viejos esquemas institucionalistas. Desde el enfrentamiento de Cayo Julio César, el líder popular romano, con el senado aristocrático, hasta Hugo Chávez, existe una larga lista de fructíferos encuentros entre individualidades y mayorías colectivas. Porque en muchas ocasiones, los pueblos no encuentran otra forma mejor para hacer frente a las oligarquías que hallar un conductor o conductora que los represente.
Dirán algunos que los movimientos populares latinoamericanos son demasiado líderes-dependientes; y es posible que así sea. Pero también es cierto que son los individuos los que diferencian, a través de sus decisiones, el rumbo de un gobierno. Por ejemplo, Roberto Lavagna, hubiera querido terminar la negociación por la quita de la deuda en un porcentaje mucho menor del que después terminó resultando. Esa fue una decisión personal del propio Néstor Kirchner. ¿Eduardo Duhalde habría terminado con la impunidad de los asesinos de la dictadura militar? ¿Elisa Carrió habría sancionado el matrimonio igualitario? Incluso hace pocas semanas, la decisión de nacionalizar YPF la tomó la presidenta en su más absoluta soledad. ¿Estamos seguros que muchos de los políticos de dentro y fuera del peronismo habrían tomado esa decisión?
E interpelo al peronismo porque es un actor fundamental en este entramado. El kirchnerismo fue un proceso de transformación en la Argentina de hoy. Pero hay un riesgo altísimo en que su existencia, finalmente y contra la voluntad de sus conductores, se transforme en un simple relegitimador del instrumento partidario justicialista que, una vez terminado el kirchnerismo, regrese a su estado anterior que era la visión conservadora en la que lo encorsetó Carlos Menem pero con mística renovada. Viendo algunas conductas de dirigentes supuestamente representativos de los sectores populares que a la primera de cambio se sientan al banquete de Clarín para mandar mensajes mafiosos al gobierno nacional, el panorama no parece ser muy alentador en ese sentido. 
La construcción de los liderazgos populares no suele dejar mucho espacio a sucesiones desapasionadas. Pero también es cierto que no se vislumbran en el peronismo de hoy sub liderazgos los suficientemente aplomados como para romper la dependencia de las jefaturas legitimadas en las urnas. También es cierto que bajar a un supuesto candidato hoy significa quemarlo y exponerlo a las operaciones constantes del Grupo Mafioso de la calle Tacuarí –el vicepresidente Amado Boudou y, recientemente, José Ottavis (vergonzoso, muchachos periodistas, vergonzoso. ¿Quieren meterse en las camas de los diputados, también, así terminan de defecar en el artículo 19 de la Constitución Nacional?), pueden dar fe de esas metodologías–, pero no parece haber en la liga de gobernadores muchas opciones que garanticen la continuidad del “nunca menos”.  
Bajo este estado de situación, se hace claro que es necesario rediscutir la reelección de los poderes ejecutivos en Argentina y Latinoamérica. Y hacerlo sin prejuicios y sin falsos encorsetamientos. Doce años de gobierno no pueden ser regalados al liberalismo conservador argentino para que vuelva a hipotecar el futuro de millones de argentinos con sus políticas de vaciamiento de país al que nos tiene acostumbrados desde 1862 hasta el 2001. Es mucho lo obtenido en este siglo como para regalarlo por la delimitación de la cancha realizada por una institucionalización producto de acuerdos cupulares. Argentina se merece una reforma integral de la Constitución Nacional, sin dudas.
Inicié esta nota ironizando sobre qué haría yo si estuviera en el lugar de la primera mandataria. Dije que me iría por la puerta grande. He expuesto los motivos de por qué no hay que negar abstractamente la posibilidad de una re-reelección de Cristina Fernández de Kirchner; sus cuestiones formales, sustantivas, políticas e incluso en términos de hegemonía histórica del movimiento nacional y popular frente al liberalismo conservador. No creo que haya más limitaciones que la soberanía popular para un tercer nuevo mandato de la presidenta. Pero si usted me pregunta qué me dice mi propia intuición política y personal respecto de qué ocurrirá, debo confesarle que me inclino a pensar que la presidenta, por su perfil racionalista moderno e institucionalista, no hará nada que esté por afuera de las reglas del juego. Y creo esto casi con melancólico fatalismo. 
 
*Publicado en Tiempo Argentino

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