(Original de Tiempo Argentino) |
Si
yo –con mis características personales– fuera la presidenta de la
Nación Cristina Fernández de Kirchner, y especulara con mi futuro
político y personal, si calculara milimétricamente la futura escritura
de la historia, el 11 de diciembre de 2015 iría a descansar a mi casa y
disfrutaría de haber sido la primera presidenta elegida por el voto
popular.
Me iría con el porcentaje de imagen positiva más alto de la
democracia argentina desde 1983 y dejaría que me recuerden “simplemente”
por ser la mandataria que interpeló culturalmente a la sociedad, la que
le mostró a los ciudadanos la verdadera cara de la Sociedad Rural, la
que sancionó la Asignación Universal por Hijo, la Ley de Medios, el
matrimonio igualitario, la reforma del Código Civil, la Ley de Identidad
de Género, las nacionalizaciones de Aerolíneas Argentinas, de YPF, el
salvataje de las jubilaciones, la inclusión de dos millones de personas
al servicio previsional, la que abrió el Banco Central, y gobernó con
los números macroeconómicos en regla, con años de crecimiento económico
sostenido y sobre todo con el control de la desocupación en apenas un
dígito.
Además, sabría que retirarse en el mejor momento siempre garantiza
dos cosas: a) que la última imagen sea la de una estadista que,
supuestamente, renuncia a su propio beneficio personal y respeta el
fetiche de la institucionalidad –en términos coloquiales, “te deja con
las ganas”–; y b) evitar esa ley de la política que dice que a mayor
longevidad de los gobiernos aumenta la posibilidad de la creación de un
contrapoder brutal que termine destrozando lo construido por la gestión
anterior.
Es más, hasta podría convocar a una reforma constitucional, me
abstendría de poder ser reelecto y le sumaría a mi historial “para el
procerato” el galón de haber modernizado y renovado el decimonónico
sistema presidencialista –aunque aclaro que en mi opinión personal soy
alberdiano respecto de la figura presidencial para los pueblos
americanos– por un actualizado parlamentarismo. Y si mantuviera cierta
cuota de legitimidad de poder pactaría con mi sucesor condiciones de
respeto a las transformaciones realizadas durante los últimos años.
Y después de todo eso, yo –que soy un poco vago– me sentaría
cómodamente en mis laureles y, por ejemplo, me dedicaría a leer
literatura, historia, política, escribiría un libro de memorias y me
dedicaría a estar más tiempo con mi familia. Claro, yo, por suerte para
millones de argentinos, no soy presidente de la Nación.
Pero más allá de la ironía, resulta absolutamente necesario pensar,
reflexionar, discutir seriamente el tema de la reelección democrática
en la Argentina. Y hacerlo sin fetichismos ni histeriqueadas
intelectuales. Sino sopesando seriamente los pro y los contra que tenga
la posibilidad de que un pueblo elija por todo el tiempo que quiera a un
presidente de la Nación. Porque la cuestión es muy sencilla y podría
enunciarse como un silogismo monteagudiano: ¿A quién pertenece la
soberanía en los sistemas democráticos? Al pueblo, claro. Entonces, si
la soberanía popular es la base de las democracias, ¿qué autoridad hay
por encima de esa soberanía que se permite limitar justamente esa
soberanía? ¿Las ideas de quién? ¿La institucionalidad impuesta por
quién? ¿Debe ser la institucionalidad más soberana que el propio pueblo
soberano? Podría decirse en contra de esta argumentación que permite el
siguiente razonamiento: si una mayoría desea hacer desaparecer a una
minoría, tiene el derecho a hacerlo porque tiene la soberanía para
hacerlo. Sería válida esta cuestión si la democracia fuera sólo un
manojo de procedimientos metodológicos. Pero por suerte, es también una
serie de principios sustantivos por sobre lo meramente litúrgico.
Un párrafo aparte merecen claro los cancerberos del fetiche de la
institucionalidad al que dividiría en tres sectores: a) los liberales
conservadores, como Mariano Grondona o Joaquín Morales Solá, que no son
más que fariseos que se rasgan las vestiduras por las continuidades de
gobiernos populares pero no tuvieron el más mínimo recato en andar por
allí defendiendo a cuanta dictadura militar se campeara por nuestro país
y no tuvieron problemas en brindar por gobiernos eternos como el de
Augusto Pinochet en Chile, y aún hoy celebran la institucionalidad
chilena; b) los supuestamente progresistas bien intencionados que no
tienen problemas en que Felipe González o François Mitterrand hayan
gobernado 14 años seguidos o sienten fascinación por el glamour de las
monarquías europeas a pesar de que sean mamotretos incomprensibles en
pleno siglo XXI. Podrán retrucarme que la monarquía es una tradición
europea engarzada en la historia de los pueblos. Y contestaré que
entiendo el argumento y que por eso apoyo los liderazgos populares y
personalistas en América Latina, porque son parte de la tradición del
caudillismo popular que, como decía Juan Bautista Alberdi, conformaron
“la verdadera democracia” en estas tierras (Pequeños y grandes hombres
del Plata); c) los ignorantes supersticiosos. Pero aquí estoy tratando
de política y no de religión.
Un párrafo aparte merece la cuestión de los liderazgos populares
latinoamericanos. La formación de las republicoides oligárquicas de
fines del siglo XIX constituyó en nuestros países sistemas
institucionales cerrados sin movilidad social-política, en el que
verdaderas camarillas compuestas por partidos y familias determinados
dirigieron los destinos de esos países sin la participación popular.
Hubo algunas excepciones: la Revolución Mexicana, el varguismo
brasileño, el peronismo en la Argentina, la Revolución Cubana, el
socialismo allendista en Chile, y el chavismo venezolano actual, entre
otras. En algunos de esos casos la aparición de hombres “providenciales”
–como los titula irónicamente el conservadurismo intelectual– funciona
como catalizador de las voluntades populares y mayoritarias no
representadas por los viejos esquemas institucionalistas. Desde el
enfrentamiento de Cayo Julio César, el líder popular romano, con el
senado aristocrático, hasta Hugo Chávez, existe una larga lista de
fructíferos encuentros entre individualidades y mayorías colectivas.
Porque en muchas ocasiones, los pueblos no encuentran otra forma mejor
para hacer frente a las oligarquías que hallar un conductor o conductora
que los represente.
Dirán algunos que los movimientos populares latinoamericanos son
demasiado líderes-dependientes; y es posible que así sea. Pero también
es cierto que son los individuos los que diferencian, a través de sus
decisiones, el rumbo de un gobierno. Por ejemplo, Roberto Lavagna,
hubiera querido terminar la negociación por la quita de la deuda en un
porcentaje mucho menor del que después terminó resultando. Esa fue una
decisión personal del propio Néstor Kirchner. ¿Eduardo Duhalde habría
terminado con la impunidad de los asesinos de la dictadura militar?
¿Elisa Carrió habría sancionado el matrimonio igualitario? Incluso hace
pocas semanas, la decisión de nacionalizar YPF la tomó la presidenta en
su más absoluta soledad. ¿Estamos seguros que muchos de los políticos de
dentro y fuera del peronismo habrían tomado esa decisión?
E interpelo al peronismo porque es un actor fundamental en este
entramado. El kirchnerismo fue un proceso de transformación en la
Argentina de hoy. Pero hay un riesgo altísimo en que su existencia,
finalmente y contra la voluntad de sus conductores, se transforme en un
simple relegitimador del instrumento partidario justicialista que, una
vez terminado el kirchnerismo, regrese a su estado anterior que era la
visión conservadora en la que lo encorsetó Carlos Menem pero con mística
renovada. Viendo algunas conductas de dirigentes supuestamente
representativos de los sectores populares que a la primera de cambio se
sientan al banquete de Clarín para mandar mensajes mafiosos al gobierno
nacional, el panorama no parece ser muy alentador en ese sentido.
La construcción de los liderazgos populares no suele dejar mucho
espacio a sucesiones desapasionadas. Pero también es cierto que no se
vislumbran en el peronismo de hoy sub liderazgos los suficientemente
aplomados como para romper la dependencia de las jefaturas legitimadas
en las urnas. También es cierto que bajar a un supuesto candidato hoy
significa quemarlo y exponerlo a las operaciones constantes del Grupo
Mafioso de la calle Tacuarí –el vicepresidente Amado Boudou y,
recientemente, José Ottavis (vergonzoso, muchachos periodistas,
vergonzoso. ¿Quieren meterse en las camas de los diputados, también, así
terminan de defecar en el artículo 19 de la Constitución Nacional?),
pueden dar fe de esas metodologías–, pero no parece haber en la liga de
gobernadores muchas opciones que garanticen la continuidad del “nunca
menos”.
Bajo este estado de situación, se hace claro que es necesario
rediscutir la reelección de los poderes ejecutivos en Argentina y
Latinoamérica. Y hacerlo sin prejuicios y sin falsos encorsetamientos.
Doce años de gobierno no pueden ser regalados al liberalismo conservador
argentino para que vuelva a hipotecar el futuro de millones de
argentinos con sus políticas de vaciamiento de país al que nos tiene
acostumbrados desde 1862 hasta el 2001. Es mucho lo obtenido en este
siglo como para regalarlo por la delimitación de la cancha realizada por
una institucionalización producto de acuerdos cupulares. Argentina se
merece una reforma integral de la Constitución Nacional, sin dudas.
Inicié esta nota ironizando sobre qué haría yo si estuviera en el
lugar de la primera mandataria. Dije que me iría por la puerta grande.
He expuesto los motivos de por qué no hay que negar abstractamente la
posibilidad de una re-reelección de Cristina Fernández de Kirchner; sus
cuestiones formales, sustantivas, políticas e incluso en términos de
hegemonía histórica del movimiento nacional y popular frente al
liberalismo conservador. No creo que haya más limitaciones que la
soberanía popular para un tercer nuevo mandato de la presidenta. Pero si
usted me pregunta qué me dice mi propia intuición política y personal
respecto de qué ocurrirá, debo confesarle que me inclino a pensar que la
presidenta, por su perfil racionalista moderno e institucionalista, no
hará nada que esté por afuera de las reglas del juego. Y creo esto casi
con melancólico fatalismo.
*Publicado en Tiempo Argentino
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