En
los últimos días hemos visto la reacción de los propietarios rurales de
la provincia de Buenos Aires, frente al tímido intento de adecentar en
alguna medida la suma ridículamente baja que actualmente pagan sus
tierras como impuesto Inmobiliario.
En ese clamor no están solos. Hace tiempo que los ricos, en muchas
partes del mundo, han logrado crear una cultura antiimpuestos muy
extendida, que se tradujo en una notable rebaja para los sectores más
acomodados desde los tiempos de Reagan y Thatcher, paralela a una
extraordinaria concentración de la riqueza. El discurso que se emite sin
descanso es simple pero eficaz: los impuestos sólo sirven para
enriquecer a los políticos o, en versión local, “hacer caja”. Así, sin
reparar en la contradicción, se pide más justicia, más salud, más
educación, más seguridad, más obra pública y ¡menos impuestos!
Los economistas reconocen dos tipos de impuestos: los indirectos,
como el IVA que se aplica a todas las operaciones de compraventa sin
tener en cuenta a las personas que las realizan, y los impuestos
directos, como el impuesto a las Ganancias, que recaen en forma directa
sobre cada contribuyente, de modo que permiten considerar su capacidad
económica y hacer que cuanto más alto sea el ingreso, mayor sea la
proporción de ese ingreso que se deba entregar como impuesto al Estado
para que éste pueda cumplir sus fines. A esto se llama progresividad en
la imposición, y es una herramienta fundamental para lograr una sociedad
más equitativa e integrada. Razonablemente, los ricos se oponen a los
impuestos directos, que los afectan especialmente. Y también se oponen a
los impuestos en general, porque prefieren un Estado mínimo, dedicado
exclusivamente a brindar el ambiente necesario para los negocios.
Prefieren que cada uno se las arregle como pueda, pagando en el mercado
para obtener educación, salud, seguridad social y tantas otras cosas que
esperamos del Estado.
Anteriormente el impuesto a las Ganancias se llamaba a los réditos y durante el gobierno de Perón, en 1952, fue presentado así:
“El nuevo régimen impositivo, basado en el principio de la
desgravación de las pequeñas rentas y el aumento de los gravámenes a las
clases más pudientes, cumple una alta función social, cual es la de
contribuir a una más equitativa distribución de la riqueza”.
En estos momentos, algunos líderes sindicales consideran injusto
aplicar este impuesto a los “trabajadores”, por alto que sea su salario,
y han tomado como bandera de lucha gremial y política el reclamar su
eliminación. En ese reclamo están acompañados por varios intelectuales y
dirigentes políticos, en una actitud muy nociva, por lo que se
intentará hacer algunas aclaraciones.
Un argumento falso –pero muy efectivo– es forzar el significado de
las palabras y sostener que “el salario no es ganancia”. El término
“ganancia” puede parecer poco apropiado, aunque todo el mundo, para
conocer el sueldo de un compañero, le pregunta “¿cuánto ganás?”. El
diccionario de la Real Academia Española informa:
–ganancia: 1. f. Acción y efecto de ganar.
–ganar: 2. tr. Obtener un jornal o sueldo en un empleo o trabajo.
En otros países, como en México, el mismo impuesto se denomina
“sobre la renta” y en España “IRPF-Impuesto sobre la Renta de las
Personas Físicas”. ¿Queda mejor referirse al salario como “renta” en
lugar de “ganancia”? También se lo suele designar “impuesto a los
ingresos”, pero aquí traería confusión con el denominado “ingresos
brutos”. Como vemos, no es fácil encontrar un nombre más adecuado. Pero
lo que importa no es el nombre sino el concepto, estamos discutiendo
sobre política y economía, no sobre filología. De paso, conviene aclarar
que este tipo de impuesto se aplica a los asalariados en casi todos los
países.
Sostener que el impuesto no debe ser pagado por los trabajadores
parece a primera vista muy simpático y hasta razonable. Pero en cuanto
uno comienza a profundizar, el tema se complica. Está claro que un
camionero que gana 10.000 pesos mensuales es un trabajador. Pero un
pintor, un plomero o un electricista que trabaja por su cuenta y paga
impuestos, ¿no es un “trabajador”? Y el gerente de una gran empresa con
sueldo de 50.000 mensuales ¿es un “trabajador” y, por lo tanto, debe ser
eximido del impuesto?
Actualmente, un asalariado con cónyuge y dos hijos comienza a pagar
ganancias si cobra más de 8000 pesos mensuales. Es obvio que no se trata
de una persona rica, sin embargo sólo el 10 por ciento de los
individuos alcanza o supera ese nivel de ingresos. O sea que por cada
trabajador en esa condición hay nueve que ganan menos o mucho menos que
él. ¿No es justo que una pequeña proporción del salario que supera ese
monto contribuya a sostener el Estado, Estado sin el cual es imposible
construir la Patria que a tantos les gusta exaltar en los discursos?
Parece entonces que lo sensato no es pedir la eliminación del impuesto,
sino adecuar la escala, para que quien gana 8000 pesos pague una
proporción mucho menor que quien gana 80.000.
El de los impuestos es un gigantesco equívoco que va a costar mucho
trabajo desmontar. La prensa de derecha se indigna porque “el Estado les
mete la mano en el bolsillo a los ciudadanos” y llama “impuestazo” a la
modesta corrección que se realizó al impuesto Inmobiliario Rural en la
provincia de Buenos Aires, obscenamente bajo.
En ese sentido, el discurso de los ricos ha tenido un éxito enorme:
ha conseguido que evadir los impuestos no tenga sanción social, no se
considere un delito que perjudica a los honestos y a los más débiles,
sino una simpática picardía. Cuando alguien reclama la factura en la
caja de un comercio, el que pasa vergüenza ante el resto de la fila es
el reclamante y no el evasor.
Por otra parte, se trata de un problema difícil de entender por el
ciudadano común, de modo que la reacción más natural es oponerse. Así,
Moyano y otros dirigentes sindicales prefieren defender el interés más
inmediato de sus agremiados mejor pagados, en lugar de comprometerlos
también en la brega por una sociedad más equitativa. Peor aún es la
actitud de algunos intelectuales supuestamente progresistas, que
irreflexiva e irresponsablemente adhieren a esta posición retrógrada.
Es imprescindible una reforma tributaria que contemple también lo
atinente a la minería, las ganancias por acciones o colocaciones
financieras, las herencias, los patrimonios y otros problemas que hoy se
soslayan. Pero aunque entre los especialistas hay amplio consenso sobre
su necesidad, hacerlo no va a ser fácil. Tampoco lo es en el mundo
desarrollado, como vemos actualmente en los Estados Unidos. Entre
nosotros hay que imponerse a los poderes fácticos, a la gran prensa, a
una deformación cultural muy difundida y acendrada, y finalmente al
intríngulis de la Coparticipación Federal. Por eso los partidos
políticos son renuentes a tratar la cuestión abiertamente: corren el
riesgo de hacerse de enemigos poderosos y de perder una parte de sus
seguidores.
No será posible la reforma sin una fuerte demanda social que la
impulse. Para lograrla, primero es necesario dar vuelta el sentido común
establecido. Por eso es tan importante la participación de los llamados
intelectuales, uno de cuyos roles en política es tratar de comprender
los asuntos complejos y luego hacer partícipe de esa comprensión a la
mayor cantidad de gente posible. Se trata de abrir brechas, cuestionar
el discurso prevaleciente denunciando sus inconsistencias, y atraer a
los sectores progresistas de los sindicatos y la sociedad civil.
*Publicado en Página12
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