Bolivia, como otros países de América Latina, está
atravesando por uno de los momentos más profundos de toda su historia:
un gobierno indígena-campesino-popular encabeza un período político de
transición, en el que, por ser precisamente un intento de construir algo
nuevo en las entrañas de los viejo, enfrenta desafíos y grandes
amenazas.
El segundo momento (2006-2009) se caracterizó por unos movimientos
sociales que, a la cabeza del primer presidente indígena de Bolivia y
América Latina, se elevaron a la categoría de clase dominante, al mismo
tiempo que enfrentaron la resistencia del desplazado viejo bloque en el
poder, cuya arremetida buscaba el derrocamiento del proceso de cambio y
de Evo Morales por métodos no democráticos. Es el inicio de un período
político de transición en el que la unidad del nuevo bloque en el poder y
su capacidad hegemónica está determinada por la presencia de un enemigo
claramente identificable.
Caracteriza también a este segundo momento de revolución, la puesta
en marcha de una política de recuperación de los recursos naturales que
durante dos décadas fueron transferidos al capital transnacional, así
como de una política de distribución de la riqueza a favor de los
sectores sociales más vulnerables de la población.
El rasgo común entre el primer y segundo grandes momentos es que la
configuración del nuevo bloque de poder está hegemonizado por lo
indígena-originario-campesino, tanto en su condición nacional-cultural
como en su condición de clase. Es la memoria larga la que sale a la
superficie para retomar el camino de retorno a una sociedad emancipada
de la enajenación del trabajo y de la naturaleza, pero esta vez
enriquecida con la lucha de hombres como el Che y otros que murieron en
la lucha contra el orden del capital.
A diferencia de los dos primeros momentos, en los que se dio una
férrea cohesión del bloque indígena-campesino-popular, el tercer momento
(2010 a la fecha) se caracteriza por una desaceleración del proceso
revolucionario cuyas manifestaciones más importantes son: el retorno de
los movimientos sociales a tendencias corporativas, una relación de
correspondencia no armoniosa entre el Estado y los movimientos sociales,
la convergencia entre la vieja ultraizquierda de corte obrerista y un
nuevo tipo de ultraizquierda de sello medioambientalista, la fractura
entre los indígenas de las tierras alta y las tierras bajas, el relativo
distanciamiento de lo obrero y lo campesino, la emergencia gradual de
las clases medias a la escena política con tendencias conservadoras y
racistas, una derechización creciente de los universitarios y las
dificultades para pasar de la revolución política a la revolución
social.
De ahí que no sea sorpresivo el incremento de la conflictividad desde
enero de 2010 –al mes de que Evo Morales fue reelecto con un 64%-,
hasta la actualidad, donde existe una sensación política de “descontrol”
y “debilidad estatal”, así como de problemas en la gestión. El intento
frustrado de incrementar el precio de los carburantes en diciembre de
2010 y la represión a una parte de los indígenas de las tierras bajas
que marcharon hacia la ciudad de La Paz en oposición a la construcción
de una carretera que iba a pasar por el corazón de un territorio
indígena y área protegida, se presentan como las máximas expresiones de
esos “desencuentros” y “sensaciones”.
A pesar de que el Primer Encuentro Plurinacional de organizaciones y
movimientos sociales, sectores empresariales y académicos, le ha
permitido al gobierno recuperar la iniciativa perdida, con medidas como
la convocatoria a una consulta previa y el llamado a una revolución en
la salud, los problemas persisten, al grado tal que la realización de la
IX Marcha indígena, la huelga de los trabajadores y profesionales de la
salud en rechazo a la ampliación de su jornada de trabajo de 6 a 8
horas y la protesta de la Central Obrera Boliviana (COB) representan las
dificultades que se tienen para construir un nuevo “sentido común”.
Pero ¿cómo hacer una lectura menos anecdótica y más objetiva de lo que está pasando?
Pero ¿cómo hacer una lectura menos anecdótica y más objetiva de lo que está pasando?
Entonces, desde esa perspectiva, lo primero que salta a la vista, a
la luz de los hechos concretos, es que las contradicciones y los
peligros se acentúan y proliferan hasta niveles extremos en todo período
político de transición. Ya Lenin, el líder de la primera revolución
socialista triunfante en el mundo decía que es mucho más difícil
conservar el poder que tomarlo. Aunque si el poder se “toma” o
“construye” está en debate, es evidente que la transición es mucho más
compleja cuando el proceso revolucionario ha seguido moldes no clásicos
en su gestación y posterior desarrollo (sin partido y sin protagonismo
de la clase obrera), con una conducción hegemónica indigena-campesina no
prevista por la izquierda, con un liderazgo individual muy fuerte y en
medio de una fuerte colonialidad del poder.
La revolución boliviana ha sido posible por la emergencia y
protagonismo de los movimientos sociales, particularmente indígenas, y
por su relación de correspondencia con un líder indígena vinculado a los
productores de la hoja de coca, el sector que a partir de 1985
sintetizó la resistencia al neoliberalismo y a la intromisión
estadounidense. No hay mejor condensación de la lucha contra el
imperialismo que la personificada, individual y colectivamente, en Evo
Morales y en los labriegos del trópico cochabambino.
No hay proceso emancipador fácil. Cinco siglos de capitalismo con
rasgos coloniales han construido una manera de pensar-sentir-vivir que
no serán desmontados rápidamente. La presencia de la lógica del capital
se respira aún en el ambiente, incluso dentro del nuevo bloque en el
poder, lo que da lugar a contradicciones y tensiones.
Estas “tensiones creativas” en el seno del pueblo, como desde hace
dos años afirma el vicepresidente Alvaro García Linera para explicar lo
que está sucediendo en Bolivia, también conducen, en segundo lugar, a
percibir que, a pesar de la derrota del viejo bloque en el poder, no
existe –en el nuevo bloque- una caracterización y teorización común
sobre el período político de transición, ni sobre el objetivo
estratégico.
La nueva Constitución Política del Estado –que sienta las bases para pasar del estado monocultural al estado plurinacional como horizonte-, es un paraguas demasiado amplio y sus distintas pluralidades son interpretadas de maneras tan diferentes como contradictoriamente antagónicas por los actores al momento de su implementación.
La nueva Constitución Política del Estado –que sienta las bases para pasar del estado monocultural al estado plurinacional como horizonte-, es un paraguas demasiado amplio y sus distintas pluralidades son interpretadas de maneras tan diferentes como contradictoriamente antagónicas por los actores al momento de su implementación.
Es evidente que el desarrollo de estas contradicciones y sobre todo
el modo en que sean resueltas, marcará el curso del proceso de cambio,
ya sea en la perspectiva de su profundización o hacia una reversión que
hará retroceder el país un par de siglos, aunque en las condiciones
actuales.
De esta manera, para caminar en la perspectiva del primer escenario: la profundización de la revolución, se hace necesario, ahora más que nunca, trabajar, en términos teóricos y prácticos, una nueva teoría de la transición de la revolución social.
De esta manera, para caminar en la perspectiva del primer escenario: la profundización de la revolución, se hace necesario, ahora más que nunca, trabajar, en términos teóricos y prácticos, una nueva teoría de la transición de la revolución social.
Esta nueva teoría de la transición, que ayudará a encontrar una
relación de correspondencia, entre lo que se dice y lo que se hace –lo
que parece ser uno de los problemas más agudos de lo que pasa en Bolivia
y otros procesos similares de América Latina-, se presenta como
fundamental para acercar las visiones y las prácticas entre la izquierda
que está en el gobierno y la izquierda que está en el llano.
Desde la teoría de la revolución social de fundamento marxista, hasta
ahora la humanidad ha conocido tres grandes concepciones de la
transición del capitalismo hacia una sociedad no capitalista que puede
entenderse como socialismo, socialismo comunitario, socialismo del siglo
XXI, comunismo, Vivir Bien o Buen Vivir. La primera fue concebida por
Marx y Engels en el siglo XIX, la segunda por Lenin en las dos primeras
décadas del siglo XX y la tercera por la revolución cubana en la segunda
mitad del siglo pasado. La primera fue elaborada, sin que llegase a su
implementación, en la fase pre-monopolista del capitalismo y en la que
el sujeto revolucionario era la clase obrera; la segunda durante el
capitalismo monopólico, en la que se hablaba de la alianza
obrero-campesina y el imperialismo estaba expresado en Inglaterra y la
tercera, en pleno auge de la hegemonía imperial de Estados Unidos, en la
que el movimiento guerrillero asumió el protagonismo.
Pero el mundo ha cambiado mucho respecto a los momentos en que fueron
concebidas esas teorías de la transición (dos en y para Europa y una en
y para América Latina). No hay que profundizar mucho como para afirmar
que las revoluciones hoy en marcha en América Latina requieren, con
urgencia, de una nueva teoría de la transición de la revolución social
en las condiciones del siglo XXI (mundo unipolar, crisis
multidimensional del capitalismo, ampliación de las formas de subsunción
real, amenaza de guerras de amplio espectro, emergencia de
Latinoamérica en todos los ordenes, etc, etc).
El paso de una sociedad capitalista hacia una sociedad no capitalista
en la que se supere la enajenación del trabajo y de la naturaleza o en
la que se logre la emancipación plena, va a demandar un período de
transición mucho más largo del que pensaron los clásicos. Por lo tanto,
no pocas veces se producirán fracturas entre los tiempos políticos y los
tiempos económicos, entre los avances políticos y las desaceleraciones
sociales y económicas, entre saltos cualitativos en unos momentos y
rupturas sucesivas en otros.
Una teoría de la transición será un aporte fundamental para disminuir
las distancias entre lo que se dice y se hace, pero sobre todo ayudará a
identificar los aspectos neurálgicos de las contradicciones y sus
respectivas soluciones en torno a la relación estado y sociedad
(comunidad), el modelo de desarrollo, la inter-relación entre los
sujetos del cambio y los tiempos de la transición, por citar los más
importantes.
En Bolivia, como ocurre en Ecuador, se registra una contradicción en
torno al Estado. Para unos, el gobierno de Evo Morales está retornando o
fortaleciendo el Estado. Para otros, es un paso inevitable y necesario
en un país en el que nunca el Estado superó su forma aparente, pero
sobre todo por las tareas que se requieren cumplir para asegurar una
apropiación del excedente en beneficio de los más pobres y para proteger
la revolución de sus enemigos externos e internos.
Este debate, que incorpora nuevos elementos a la discusión que Marx y
los anarquistas tuvieron en el siglo XIX en torno al Estado y su
“extinción”, quizá podría ser mucho más rico con una teoría de la
transición que lejos de antagonizar a la izquierda, dentro y fuera del
gobierno, más bien le permitiría encontrar puntos de vista comunes para
fortalecer Estado donde sea necesario y robustecer comunidad donde sea
imprescindible.
Un segundo tema que se presenta como necesario en el debate y por lo
tanto como componente fundamental en la teoría y práctica de la
transición está relacionado con el modelo de desarrollo. Una mirada
menos superficial y más acorde con las condiciones actuales debería
conducir, a diferencia de lo que pasa ahora, a no antagonizar entre el
aprovechamiento racional de los recursos naturales y el cuidado de la
naturaleza.
Encontrar ese punto de equilibrio, que pasa por transitar de una
economía basada en el extractivismo hacia otra más diversa y menos
dañina con la naturaleza, requiere de varias condiciones sin las cuales
no será posible: un cambio en la economía mundial, menos dependencia de
la demanda y del precio de las materias primas, innovación de tecnología
con sello no capitalista y una nueva manera de pensar la reproducción
de la vida.
Y entonces, de nuevo surge la pregunta ¿eso es posible en un período
muy corto? La respuesta es no. Si abordamos estos problemas de la
transición con objetividad y fuerza subjetiva, pero al mismo tiempo sin
determinismos paralizantes y voluntarismos suicidas, es altamente
probable que la revolución boliviana vaya avanzando ininterrumpidamente
por los distintos momentos de un proyecto emancipador que se lo debe
ver-sentir-vivir como proceso y no como un solo acto de ruptura. Un
aspecto a considerar en la transición del proceso boliviano, que quizá
lo hace distinto de otros países del continente, es el tema de la
colonialidad del poder, cuyo desmontaje institucional y simbólico, a
pesar de la nueva Constitución Política del Estado y la “ocupación”
indígena del Estado, será bastante larga. Prácticas, creencias,
relaciones e intersubjetividades construidas durante más de cinco siglos
no se destruyen en pocos años.
Por lo demás, una gran parte de estas tareas históricas deberán ser
llevadas delante de manera continental y en medio de un sistema-mundo
capitalista que está en crisis pero no muerto. La teoría de la
transición es fundamental para evitar idealizaciones de corto plazo que
al no materializarse conducen al otro extremo: la descalificación y
negación del terreno avanzando.
La profundización de la revolución boliviana, como parte de la
revolución continental, está en dependencia de la capacidad que tenga su
nuevo bloque en el poder –que es el sujeto colectivo indígena-campesino
y popular -, para asimilar las lecciones de la experiencia
internacional, pero sobre todo de construir y desplegar en términos
teóricos y prácticos una teoría de la transición que derrote los
enemigos y peligros que la acechan.
*Publicado en Telesurtv.net
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