Por Mempo Giardinelli*
Dicho sea con perdón de los
gorilas africanos, que son simpáticos, encantadores a veces, y no merecen que
así se designe despectivamente a otras especies, es sabido que en la política
argentina decirle “gorila” a alguien implica el señalamiento de cualidades que
se suponen negativas. El así designado suele ser persona de clase media o alta,
ultraconservadora, retardataria y temerosa de todo posible cambio, que aprueba
los autoritarismos cuando le conviene y, sobre todo, visceralmente
antiperonista.
No importa si su origen
ideológico son las dizque derechas o izquierdas, o el siempre improbable
centro. Lo que interesa, para esta modesta reflexión, es que el gorilismo
describe una actitud argentina perfectamente identificable, que reaparece de
manera circunstancial y que, en los últimos tiempos, aflora mediante alianzas
inesperadas, asombrosas y que podrían ser divertidas si no fuera que son
también peligrosas.
Identificar el gorilismo es
fácil, ya que sus manifestaciones son el desprecio racista, el resentimiento de
clase, un irreductible comportamiento necio, una decidida e indisimulable
intolerancia y una ignorancia pertinaz (salvo en sus núcleos intelectuales,
minoritarios, donde hay notables gorilas letrados).
El gorilismo hace que algunas
personas tanto aplaudan a quien los manipula, utiliza y arruina, como insultan
a los que tienen al menos la voluntad y el deseo de generalizar una vida mejor
para la especie. Por ejemplo, el gorilismo dice compartir la idea de que la
educación es el camino idóneo para el mejoramiento de los pueblos, pero
consiente el cierre de escuelas y el maltrato a la docencia, y ni se diga de sus
programas educativos, generalmente retrógrados. Desde luego les encanta la
austeridad, pero de los otros. El gorilismo sabe y reconoce y admira que en los
países del Primer Mundo se paguen impuestos, pero no quieren pagarlos aquí, y
se autoconvencen con la fácil excusa de que “lo que pasa es que acá se roban la
plata para hacer caja”.
Al gorilismo lo constituyen miles
de personas de bien, quede claro. Suelen ser buenas personas, simpáticas,
amistosas, que gustan del asado y el buen vino como cualquiera, pero tienen la
curiosa peculiaridad de que cuando mejor les va en materia de trabajo y
bienestar, es cuando más se quejan. Y por rarísima e inexplicable razón, no
soportan que los que están más abajo en la escala social quieran ascender
socialmente mediante trabajo y esfuerzo, de igual modo que la inclusión social
les parece apenas demagogia.
Otra extrañísima actitud de
muchos gorilas es que combaten alegremente las medidas de gobierno que los
benefician, a la vez que sienten una inexplicable nostalgia inconfesada por
todos los que le arruinaron presentes anteriores, por caso el señor Domingo
Cavallo.
Desde luego se exacerban cuando
escuchan o pronuncian palabras que los irritan. Por ejemplo “Perón”, “Evita”,
“Kirchner” o “Cristina” son vocablos que instantáneamente les enturbian el
cerebro y los llenan de un odio incontrolable hacia “negros”, “bolitas”,
“extranjeros”, cartoneros y pobres de cualquier condición (aunque los gorilas
de izquierda retóricamente siempre creen estar del lado de los pobres).
Los gorilas de cepa son muy
gritones, porque no escuchan, y metafóricamente les crecen pelos, cejas y
barbas a la par que una insólita dureza verbal los conduce a una especie de
rara furia asesina. Basta leer los comentarios de los lectores de La Nación,
Clarín o Perfil, plagados de estos especímenes gorilísticos, donde se alcanzan
niveles tan grotescos que espantarían incluso a Don Bartolomé Mitre y a Roberto
Noble, y encima con errores ortográficos que horrorizarían a mis maestras de la
Escuela Benjamín Zorrilla.
El gorilismo se completa, desde
luego, con el oportunismo de políticos y periodistas que en su afán de
capitalizarlos creen que hay que entender a los gorilas y entonces les señalan
caminos inútiles, los irritan con mentiras sin disimulo y les tocan lo que rima
con tal de utilizar su capacidad simia de chillar y armar escándalo, por
ejemplo cacerola en mano.
Claro que lo más asombroso, como
vemos estos días, es la coincidencia entre el gorilismo tradicional (de origen
paquete y derechoso, nostálgico de los supuestos buenos, viejos tiempos de
milicos y genocidas) con el gorilismo de izquierda, todo servicio y extravío, y
cuya única coherencia histórica es haber pishado siempre fuera del tarro.
Convocados ahora por el señor
Hugo Moyano, morocho ex proletario al que hasta hace poco detestaban, se
ocuparán entre todos de que Buenos Aires (y no todo el país, que los mirará una
vez más con azoro y alarma) sea un caos total.
Es de esperar que el Gobierno no
meta la pata y entonces, maravilla de la democracia, veremos caceroleros de
Barrio Norte bajo banderas rojas, y a los señores Moyano, Macri, Patricia
Bullrich y Cecilia Pando en alegre montón. Con ellos se manifestará el
gorilismo porteño, que luego regresará a sus casas a ver cómo los multimedios
les cuentan y muestran lo que quieren ver y escuchar.
Sólo cabe rogar que, esta vez,
los gorilas vernáculos se parezcan a sus simpáticos primos del tren que inventó
Osvaldo Soriano en memorable novela, y no generen violencia. Ese es el único
miedo que el gorilismo provoca, y lo único que las tolerantes mayorías
argentinas no quieren, desprecian y rechazan.
*Escritor. Publicado en Página12
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