jueves, 5 de diciembre de 2019

LA LECCIÓN DE CRISTINA

Imagen de "Revolución Popular"
Por Roberto Marra
En la cúspide de la sinrazón, el Poder Judicial argentino ha venido siendo parte de un sistemático plan de ocultamiento de la verdad o, lo que resulta peor todavía, en la planificada tarea de inventar “verdades” a medida del Poder Real, ese que tiene en los tribunales a sus aliados más notables, por la importancia del paradigma de “la justicia” como elemento básico para el sostenimiento de una estructura dominante que impida el desvío de los objetivos que tengan los poderosos y aplaque las contradicciones que, sin dudas, aparecen en el desarrollo del devenir histórico de la sociedad así encorsetada.
Son el refugio final de los procesos degradantes a las que se someten a las figuras más relevantes de los sectores políticos adversos a los intereses de los poderosos en cuestión. Se autoadjudican una especie de supra-poder derivado, en apariencia, de sus probidades indiscutidas, de sus moralidades impolutas o sus ancestrales herencias doctrinarias. Resultan ser la estación última en ese recorrido funesto al que intentan obligar a cada líder popular que se atreva a desoir sus “consejos”, una vulgar retahila de miserables extorsiones destinadas a frenar los cambios que la sociedad reclama por derecho y ellos obstaculizan por complicidad.

Entonces, un día, se encuentran ante una persona distinta, una especie de “clavo” que se resiste a ser extraído del muro de la verdad popular, una voz que exclama la realidad con la fuerza de un huracán de palabras, derrumbando el supuesto hábitat de “la justicia”, extrayendo cada ladrillo de la destruída relación con ese paradigma incumplido, obligando a los actores de ese drama escenificado por estos creídos miembros de una “raza” superior, a desnudar sus prebendarias maneras de disponer de las vidas y los bienes de quienes no respondan a las “órdenes” de sus patrones ideológicos.
Esa voz contundente pone de manifiesto mucho más que una defensa personal. Esa persona introduce, con sus razones y evidencias, el único virus positivo, el de la dignidad, en el carcomido cuerpo de un Poder que huele a muerte cotidiana, a menosprecio por los débiles, a descarte de verdades irrefutables y obsecuencia con los dueños de un sistema social corrupto por su naturaleza genocida.
La indignación encuentra su cauce en las palabras certeras, en las ideas conexas con los hechos incuestionables, en la narración que supera al “relato” mediatizado hasta el paroxismo, en la sorpresa de los impávidos juececillos de neuronas escasas y bolsillos anchos. Los payasescos personajes que promovieron la llegada de ese terremoto verbal a los tribunales, se estremecen ante tanta enjundia oral, frente a tanta audacia inteligente, tanto desparramo de injusticias puestas en palabras hasta desarmar el aparato maléfico que atravesó su vida y la de todos los argentinos.
El derrumbe tribunalicio llega por efecto de la implosión de las paredes jurídicas malversadas, gracias a las “bombas” de letras ordenadas que se constituyen en pieza oratoria digna de estudio en las propias facultades donde se han (mal) formado sus propios juzgadores. La caída se produce irremediablemente, por la lógica puesta al servicio de la búsqueda de los genuinos valores que imprescindiblemente deben ser las bases de un tribunal que pretenda imponer auténtica Justicia.
Se asombran los pendencieros mediáticos ante el carácter de semejante mujer, que parece emergida del Olimpo, haciendo tronar el escarmiento de sus verdades sobre los oscuros funcionarios que empalidecen ante tanta verborragia, que desparrama certezas y profundiza en realidades siempre ocultas por las cortinas de las falacias convenientes para sostener el inmundo status quo.
No aprendieron a conocer a este espécimen femenino que se transformó en el objeto de sus carreras de odios y mentiras. No comprendieron nada de sus palabras de otros tiempos, cuando les anunciaba cada paso que recorrerían en sus miserables procesos de degradación nacional. No asimilaron nunca la naturaleza de sus pasiones, ni el orígen de sus ilusiones de estadista sin par. No podrían hacerlo, porque para ello se necesita ser humano, sentir los dolores ajenos como propios, concebir el desarrollo como base para la felicidad popular.
Ahora ha logrado aplastar, con su presencia y sus palabras, al aparato más obsceno de persecución jamás imaginado. Ahora se ha plantado una nueva vara, esta sí más alta que ninguna, a la que nunca podrán saltar los paupérrimos representantes de un sistema puesto en evidencia. Solo falta que “la Justicia”, así, con mayúscula, penetre de una vez y para siempre en ese antro desprestigiado y obsoleto, sumido en la más vergonzosa derrota ante esta mujer inigualable, que hizo temblar los corazones de millones, convirtiendo el dolor en esperanza.

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