miércoles, 4 de diciembre de 2019

NEGOCIO MORTAL

Imagen de "montevideo.com.uy"
Por Roberto Marra
Los humanos tienen una mala costumbre: morirse. Pero tienen otras anteriores, como la de vivir dentro de un sistema capitalista que le ha impuesto algo más que impuestos. La estructura social que este modo de desarrollo insustentable y nocivo genera en su devenir, transforma a los seres humanos en una mercancia más, en simples marionetas destinadas al consumo de sus propias vidas por apetencias de lo innecesario convertido en imprescindible.
La cuestión es que, desde su nacimiento, se le va imponiendo una serie de paradigmas incumplibles para la mayoría, pero que son la base indudable para la creación de imaginarios que redundan en batallas inútiles entre sectores sociales que sufren similares presiones económicas. Los enfrentamientos acicateados desde los poderosos dueños de la economía y las finanzas, producen enconos muy bien aprovechados para lograr que los cambios reales solo sean simples deseos que chocan contra las paredes de las mentiras que rodean los escasos períodos de desarrollo virtuoso de la sociedad, los manipulan, los deshacen y los tiran al costado de la historia, para evitar incluso, hasta sus recuerdos.
Pero las personas cumplen sus ciclos naturales, aun en este salvaje capitalismo financiero que soportamos. La gente se suele morir, mal que nos pese. Y también alli asoma la perversión del sistema en cuestión, mercantilizando lo inevitable, mostrando el paroxismo al que nos arrastra con sus especulaciones permanentes, sus ofertas de lo intrascendente y su negación a los derechos más elementales.
Por ese carril de la ruindad y la inmoralidad, transitan los derechos negados, se inmolan las necesidades obvias, se aplastan hasta los sentimientos más dolorosos, haciendo añicos la humanidad y retorciendo el sentido mismo de la dignidad de ser humanos. Aparecen allí los peores signos de este decadente sistema, imposibilitando hasta el último momento de la existencia de las personas y, peor todavía, más allá de la vida.
Morirse cuesta mucho, casi tanto como vivirse. Los ataúdes son también objeto de la especulación del “mercado”, forman parte de la crueldad metodológica que conlleva la íntima estructura de las normas que nos rigen para beneplácito de tan pocos. El negocio de la muerte implica a muchos actores que sobreviven gracias a él, aunque cada vez más concentrado y, paradójicamente, más alejado de los muertos. Si es que éstos son pobres, por supuesto.
El clasismo y el desprecio por las personas que no pertenecen al “privilegiado” círculo de quienes alcanzan a cubrir las necesidades básicas y de otros pocos que, peor aun, lo sobrepasan con demasiada holgura, se presenta tajante y odioso en la calidad de los servicios fúnebres, en la impiadosa denigración de los difuntos sin medios económicos para solventar las astronómicas cifras que se imponen ante lo inevitable.
Hasta esos extremos se atreven a cruzar. Esos parámetros repugnantes son utilizados para evaluar derechos que son confiscados en nombre del valor material de las mortajas y los cajones, de los candelabros y las flores, de las tumbas donde ya nada nos diferencia, ni siquiera el oro que se pueda dejar como muestra de poderes tan efímeros como intrascendentes. Y sin embargo, se naturalizan semejantes despropósitos, se obliga a “ahorrar” durante toda la vida en planes de entierros supuestamente suntuosos, para poder parecerse a quienes todo lo tienen en base a la exclusión de los que van a parar a las fosas sin un mínimo de dignidad final.
No parece tener límites el sistema. No hay nada que no toque con su varita contaminante y perversa. Ni siquiera el último suspiro queda al márgen de sus “atribuciones” sobre quienes lo alimentan de la fuerza de trabajo para la obtención de poderes, pretendidamente infinitos, de esos escasos propietarios de casi todas las riquezas generadas. Y, tal como lo dice la poesía del enorme Alfredo Zitarrosa, “ustéd se puede morir, eso es cuestión de salud, pero no quiera saber, lo que le cuesta un ataud”.

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