Por Edgardo Mocca*
Acontecimientos
de muy diversa naturaleza y causalidad –desde extorsiones policiales
llamativamente generalizadas en una importante cantidad de provincias y
saqueos en zonas previamente liberadas por esas policías, hasta cortes
prolongados del suministro de energía en grandes ciudades– han
contribuido, en su insólita simultaneidad, a configurar un clima
político visiblemente enrarecido.
Resulta complejo establecer un cuadro del conjunto de la situación.
Sin embargo, sin ese cuadro no hay análisis político. Claro que
construirlo no equivale a enlazar arbitrariamente los acontecimientos
ni, mucho menos, recurrir a ese remedio mágico contra la complejidad de
lo político que son las teorías conspirativas. Estas hipótesis, que
siempre presuponen algún actor unitario y omnipotente que mueve los
hilos de la conspiración universal, han fabricado poderosos anticuerpos
en el mundo intelectual y periodístico; tienen una bien ganada mala
fama. Ahora bien, sucede a veces que el rechazo del atajo conspirativo
va aparejado con la renuncia a un análisis político de conjunto, a un
intento por establecer una trama analítica de los acontecimientos.
Está de moda hoy llamar “relato” a esa trama orgánica en la que se
inscriben los hechos particulares y de la cual estos hechos toman su
sentido social y político. Cada uno de los actores sociales protagónicos
de las situaciones particulares tiene su propio relato. El agente
policial puede explicar su apoyo a la “protesta” sobre la base de
reivindicaciones insatisfechas por el poder político; los diversos
sectores perjudicados por el corte de luz demandan razonablemente que
las autoridades involucradas asuman su responsabilidad en la solución
del problema y en las compensaciones a los daños sufridos. Así, hay
también planes de lucha de sectores sindicales que esgrimen reclamos
justos y razonables, como lo son también las quejas de múltiples y
heterogéneos conglomerados sociales que consideran que sus demandas no
son satisfactoriamente atendidas. No se puede, sin embargo, construir
una clave interpretativa sobre la base de la simple suma o el
amontonamiento de relatos parciales; y no se puede, sencillamente,
porque ni la sociedad ni la política pueden reducirse a esa suma de
experiencias heterogéneas entre sí. A ese método se le pierde un eslabón
decisivo en la interpretación: las relaciones de poder en el plano
nacional y la puja de poder que en esas relaciones se desarrolla. Esas
relaciones y esas luchas por el poder pueden estar más o menos presentes
en la conciencia de los actores sectoriales, pero en ningún momento
dejan de influir en los acontecimientos. Para graficar un poco tanta
abstracción: cómo, si no desde la perspectiva del poder, puede
explicarse el apoyo de Moyano al Gobierno hace dos años y su actual
beligerancia extrema; ¿es la orientación del Gobierno en materia
distributiva o la posición de Moyano en la lucha de poder lo que se ha
modificado drásticamente?
Si la escena política se ha enrarecido no es, entonces, por la mera
suma de episodios particulares de innegable impacto social. Lo que le da
a la escena el nivel actual de dramatismo es la existencia de un
problema principal, el del poder político en el país. Por si hace falta
aclararlo más aún: no se habla acá de una intención unánime y
deliberadamente desestabilizadora de los protagonistas de cada escena
parcial; cada una de ellas tiene razones y tiene causas. De lo que se
trata es de la capacidad que tiene la lucha por el poder de capturar las
racionalidades particulares y absorberlas en una lógica común, en una
lógica, justamente, de poder. Cuando de lo que se trata es de la lucha
por el poder, poco importa si en tal o cual conflicto tenemos que
situarnos en la defensa de lo que, mirado desde la particularidad, no
quisiéramos defender. Miremos si no, a Carlos Pagni en su columna del
diario La Nación agitando el abandono por parte del Gobierno de su
política de memoria, verdad y justicia, supuestamente consumado con la
aprobación parlamentaria del ascenso del general Milani. La preocupación
del comentarista no armoniza con su posición durante estos últimos años
ni con la insistente e indignada prédica del medio en el que trabaja
contra la política del Gobierno en la materia.
La derecha hizo su diagnóstico a la salida de las elecciones
legislativas. Dijo que el futuro era, o bien una “transición” ordenada
(y obviamente acordada con los poderes fácticos) o el caos. De ahí en
más no hace falta teoría conspirativa alguna para explicar las
crecientes tensiones políticas: se va a actuar sistemáticamente, más aún
de lo que se viene haciendo en los últimos cinco años, para convertir
cada conflicto local en una chispa válida para el gran incendio. Claro
que cada una de esas chispas –las policías autocontroladas y a la vez
desmadradas, la falta de inversión de las empresas concesionarias de los
servicios, la subsistencia de fuertes bolsones de pobreza y
marginación– son preguntas sobre nuestra situación política y social que
no admiten respuestas autocomplacientes. El país está en un punto de su
historia que no es el del prólogo al gigantesco derrumbe de fines de
2001 ni es el de la superación plena del orden que produjo aquel colapso
y la consolidación definitiva de un rumbo diferente de desarrollo. Más
aún: muchas de las políticas concebidas como reparación de los males
sociales más agudos y urgentes generaron nuevos problemas y nuevas
contradicciones, aunque ese noble origen de los problemas no exima de la
obligación de asumirlos y superarlos. Un país que pasó por las
circunstancias terribles, y no del todo superadas, de una crisis
orgánica que amenazó hasta su viabilidad como comunidad política, no
puede no estar atravesado por estos polvorines sociales. En este país se
desmanteló la industria, se condenó a millones al desempleo y a la
marginación, se entregó el patrimonio nacional casi totalmente, se
destruyeron los ferrocarriles, se regaló la aerolínea de bandera. Y,
ante todo, especialmente a partir de la última dictadura, se debilitaron
extraordinariamente la cultura de la ley, el respeto de lo público y la
idea de justicia. El déficit estatal argentino viene de mucho más lejos
y no puede explicarse sin referencia a la sistemática usurpación del
poder legal por parte de fuerzas armadas comprometidas con las clases
dominantes, durante gran parte del siglo pasado. Conocimos el atropello
brutal contra todo derecho humano en los tiempos de la última dictadura y
la reestructuración neoliberal de nuestra sociedad en los años noventa:
Estado terrorista y privatización neoliberal como portadores de la
misma sustancia antiestatal y antipolítica. Alrededor del Estado, de su
capacidad para regular al mercado, de su efectivo poder de decisión, de
su capacidad para proveer orden en un contexto de respeto por los
derechos individuales y sociales y con un sentido de justicia social,
gira el conflicto político central en Argentina. Más que nunca la
consolidación del Estado soberano se juega en el terreno del consenso
social y la arena de disputa es la cultura política de los argentinos.
Claramente la idea articuladora de los conflictos que sostiene la
derecha no es de índole “positiva”, es decir, no es una plataforma
política desde la cual se proponga una nueva forma de convivencia social
entre los argentinos. Los conflictos se articulan en su “negatividad”;
su fuerza, en las versiones más duras y audaces, es la de converger en
un dispositivo que pueda generar una situación de absoluta
ingobernabilidad. La gobernabilidad es la calle, según lo acaba de
precisar cierto economista que trabaja para el establishment de los
buitres. La calle es el punto más sensible de éste y de cualquier otro
gobierno: ahí es donde se juega la capacidad de ejercer el orden con el
mínimo posible de violencia legal. En la calle están los cuerpos y está
siempre latente la violencia. Por eso puede hablarse de estos
acontecimientos como inscriptos en una estrategia de lucha por el poder.
No porque cada hecho lo sea desde la perspectiva de sus actores, sino
porque convenientemente amplificados e inscriptos en una descripción de
lo que ocurre, los acontecimientos transforman su sentido, dejan de ser
lo que son como conflictos particulares para convertirse en escenas de
lucha por el poder. Los hechos no son los hechos: son la inflación, la
inseguridad, la corrupción, la ineficacia gubernamental, todos ellos
conceptos que no pueden ser discutidos ni problematizados, son
presentados por la maquinaria mediática dominante como un dato del más
elemental sentido común. Son el “relato” habilitante de la provocación
desestabilizadora.
Los cambios en el gabinete y en algunos formatos institucionales
(claramente, el lugar de la Jefatura de Gabinete) son también parte de
esta lucha, una adecuación de formas y de tiempos por parte del Gobierno
que parte de dos hechos fuertes: el retroceso electoral de octubre y la
imposibilidad de la re-reelección de la Presidenta. Se nota un doble
esfuerzo: el de mejorar la gestión estatal de las políticas públicas que
se impulsan y el de jerarquizar la comunicación y el debate público. La
preservación de la figura presidencial frente a ciertas circunstancias
conflictivas y el intento de ganar la iniciativa en la construcción de
la agenda pública diaria se insinúan como logros de estos cambios. La
formulación de la idea de la unidad entre los argentinos que queremos
vivir en democracia, hecha por Cristina en su mensaje público del último
10 de diciembre, es una idea fuerza muy importante. Supone distinguir
claramente entre quienes quieren ganarle al Gobierno la próxima elección
y quienes quieren impedir, por los medios que sean necesarios, que este
gobierno llegue a la próxima elección. Un debate más abierto y más rico
puede contribuir a esa diferenciación y hacer más difícil la alianza de
hecho entre sectores que defienden (o dicen defender) proyectos de país
inconciliables entre sí. Lejos de suponer un debilitamiento, una mayor
apertura en la discusión pública es una de las claves para la
continuidad de la experiencia política argentina nacida hace diez años.
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