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Por Carlos Raimundi*
Intencionalmente, pospuse la
escritura de estas líneas para dilucidar si, pasadas unas semanas, el discurso
de Cristina Fernández de Kirchner ante la Asamblea de Naciones Unidas me
resultaría tan conmovedor como en el momento de escucharlo en directo. Me
propuse releerlo, para no quedarme con la versión de los diarios del día
siguiente o con la sensación que causa la información de un noticiero. Cuando
un hecho político nos llega a través de la radio o la TV, pierde la perspectiva
propia de aquellos que son leídos en los libros de historia o que extraemos de
los archivos. Como aquel memorable mensaje de Ernesto Che Guevara en la ONU, en
diciembre de 1964. Pero hay otros hechos que, pese a que somos contemporáneos
de ellos, también adquieren dimensión histórica. Tal es el caso del reciente
discurso de nuestra presidenta.
Una condición para un discurso
memorable es que no se limite a expresar sólo cuestiones de coyuntura. No es
que deban estar ausentes, todo discurso político se basa en hechos de la
realidad. Pero una cosa es expresarlos desde la mera crónica, desde la
anécdota, desde la conclusión inmediata. Y muy otra es hacer lo que Cristina
hizo: abordarlos desde los valores en que dichos hechos se asientan y expresar,
a partir de ello, una mirada estratégica sobre cuáles son los ejes fundantes de
una nueva organización de la convivencia a nivel mundial.
Además, un discurso no sólo es lo
que dice su texto, sino que trasunta cualidades del emisor que refuerzan su
credibilidad y su coherencia. Sólo se le puede pedir claridad a otros líderes
políticos desde un mensaje claro; sólo se puede exhortar valentía a la
dirigencia mundial desde una actitud personal valiente. Así, valientes, claras,
estratégicas, fueron las palabras de Cristina.
Lo primero que hizo fue expresar
su solidaridad –y con ella la de todo el pueblo argentino– con las víctimas de
un atentado ocurrido en Kenia, pocos días antes. Pero de ese hecho puntual sacó
a relucir la autoridad moral de la Argentina en el tema, por haber sido objeto
de dos terribles atentados terroristas, y aprovechó para sentar una doctrina,
haciendo la distinción entre aquellos que se preparan para la guerra, y
aquellas víctimas inocentes que no habían decidido participar de acción bélica
alguna, sino que eran simples ciudadanas y ciudadanos dispuestos a afrontar sus
vidas cotidianas. Una distinción que no es un fin en sí misma, sino un camino
para denunciar, en su propia casa y frente al rostro mismo del Imperio, que no
es lo mismo condenar un atentado desde una actitud pacifista como la de nuestro
país, que desde la incoherencia de una potencia, que, por un lado condena el
uso de armas químicas, pero a su vez carga en sus espaldas con dos explosiones
atómicas (la primera de ellas un 6 de agosto, el mismo día en que, 68 años
después, Cristina rechazó la intervención bélica en Siria mientras presidía el
Consejo de Seguridad de la ONU), la desfoliación de la selva indochina y la
muerte de miles de seres humanos con napalm. "¿Qué diferencia hay entre un
muerto por una metralla o por un misil, que por un arma química?", se
preguntaba la presidenta argentina. A no ser que denunciar armas químicas tenga
por objeto denostar a un Estado para invadirlo con armas convencionales, y
sostener así el colosal complejo industrial y financiero del comercio de
armamentos, que tanto dinero aporta al sistema estadounidense…
Denunció en su casa y frente al
rostro mismo del Imperio, el doble estándar de pretender controlar el
desarrollo nuclear de otros Estados soberanos, siendo los EE UU los únicos que
lo utilizaron para cargar con cientos de miles de vidas humanas, y que poseen
arsenales nucleares capaces de destruir varias veces la Tierra. Cristina lo hizo
desde la coherencia y la contundencia de ser la Argentina un país con
desarrollo nuclear, pero que lo utiliza sola y exclusivamente para fines
pacíficos.
¿Desde dónde sostienen los EE UU
la prerrogativa de creerse autorizados a imponer la democracia en el mundo,
siendo quienes han instigado, financiado y sostenido las más sangrientas
dictaduras? ¿Desde qué consistencia moral se consideran acreditados para
imponer la justicia, quienes no adscriben a la Corte Penal Internacional? Y no
sólo no adhieren a ella, sino que le prohíben expresamente, por ley de 2002,
extraditar a ningún estadounidense. ¿Desde qué coherencia ética convocan al
multilateralismo cuando les conviene, y cuando no obtienen el respaldo
suficiente de otras naciones, echan mano a su poderío individual? O se está con
el derecho como límite de la fuerza, o se está con la fuerza para someter al
derecho.
¿No es el debido proceso un
avance civilizatorio de occidente? ¿Desde cuál autoridad se pretenden imponer,
entonces, los valores de occidente, de parte de quienes asesinan líderes en
operativos-comando y los degüellan o arrojan al mar sin someterlos a las
mínimas garantías procesales? Y esto no significa consentir la conducta de
aquellas personas asesinadas, sino ser consecuentes con los valores de la
civilización. ¿No es la Argentina un ejemplo de haber aplicado y respetado en
el juzgamiento a los genocidas, los principios procesales del modo más
absoluto, y sin que corriera una gota de venganza?
¿No es también una muestra
aberrante de doble estándar controlar militarmente a pueblos subdesarrollados
bajo la excusa de combatir el narcotráfico, y ser a la vez el país primer
consumidor de drogas, y el principal lavador de dinero del mundo?
La razonabilidad fue otro valor
constante en el mensaje presidencial. Cuando abogó por el diálogo sobre
Malvinas que el derecho internacional le impone al Reino Unido, y que este
jamás respetó. Cuando reclamó con firmeza a Irán que cumpla el acuerdo firmado.
Aquí, la presidenta argentina combinó razonabilidad con realismo, desde el
momento que fundamentó el acuerdo desde la realidad de una causa estancada
luego de 19 años. Pero, además, se preguntó algo tan simple y tan despojado de
cualquier especulación, como: "Si hay cinco acusados iraníes, con los
únicos que puedo y tengo que hablar para que el juez pueda tomar una
declaración es, obviamente, con la República de Irán." Además, dijo:
"(…) no firmamos un tratado sobre armas nucleares, ni para atacar
Occidente. Simplemente un acuerdo para destrabar la cuestión procesal."
Y terminó como empezó. Haciendo
alusión a las víctimas. En este caso, no de las armas, sino de la pobreza, de
la falta de educación. "Somos víctimas de esas reglas no escritas de los
lobistas, de las calificadoras de riesgo, de los derivados financieros…",
"los millones de argentinos que recuperaron el trabajo, que volvieron a
tener esperanza, los científicos que retornaron al país, los chicos que
volvieron a tener educación, no tienen por qué pagar la fiesta de los lobistas
que ponen plata en los políticos de aquí". Y, en el mismo sentido,
conjugando la cuestión financiera con la exhortación a la paz, señaló: "En
momentos de necesidades humanas apremiantes, el gasto en armas continúa siendo
absurdamente elevado, corrijamos nuestras prioridades, invitamos en la gente en
lugar de desperdiciar miles de millones en armas letales."
En el mismo momento en que un
fallo internacional condena a la Argentina en favor de los fondos buitre, muy
lejos de amilanarse como lo hicieran otros gobernantes ante acechanzas tal vez
menos graves del poder internacional, Cristina Fernández de Kirchner tuvo la
valentía de decir estas verdades. Verdades, que, dichas en la sede misma del
capitalismo mundial, se convierten en ejes de una nueva organización de la
convivencia humana. Hace casi 50 años, un argentino, Ernesto Che Guevara,
instaba ante el mundo a la construcción del Hombre Nuevo. Hoy, en otro discurso
memorable, una argentina sentencia, desde la misma tribuna: "Nuestra
obligación como dirigentes globales es construir una historia diferente en
serio."
*Publicado por Tiempo Argentino
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