Imagen Telam |
Por Federico Vázquez*
Dentro de diez meses Brasil tendrá elecciones presidenciales y Dilma Rousseff encabeza las intenciones de voto
para un cuarto gobierno consecutivo del PT. Hace pocas semanas, Nicolás
Maduro logró el primer triunfo electoral “propio”, después de la
votación de abril pasado donde había ganado un por margen mínimo y con
el trasfondo de la muerte de Hugo Chávez todavía muy cercana. Este mes,
el gobierno bolivariano cumplió 15 años de gestión. El domingo pasado,
el triunfo de Michelle Bachelet confirmó lo que ya era un hecho: la
derecha chilena se despide de su breve paso por la Moneda y las fuerzas
progresistas (esta vez con el Partido Comunista dentro) vuelven a ser
oficialismo.
Sin embargo, este pantallazo regional no debe llamar a engaño: no
estamos ante una continuidad sin más de los procesos abiertos hace más
de una década en los países latinoamericanos.
Existen señales, presentes en casi todos los países, que dan cuenta de
una nueva etapa. El éxito -siempre relativo- de las agendas
gubernamentales de la década pasada, invitan también a renovar las
recetas de gestión que hasta ahora funcionaron. Lo que desconcierta a
muchos es que este cambio de pantalla no viene acompañado por un cambio
en las preferencias políticas de los electorados sudamericanos. Más bien
todo lo contrario. Veamos.
A mediados de año, las calles de las principales ciudades de Brasil presenciaron movilizaciones gigantescas,
un hecho desacostumbrado para un país con una historia de
manifestaciones sociales muy débil. Con demasiada rapidez, se asumió que
las protestas eran hijas de una sociedad que había cambiado de agenda,
que ahora tenía demandas más “sofisticadas”, donde podían mezclarse
reclamos por el transporte urbano con el repudio a los casos de
corrupción política. La “nueva clase media” brasileña aparecía como
sepulturera del gobierno que la había engendrado, rezaba la sentencia.
Por suerte, la respuesta desde la gestión de Dilma estuvo lejos de esos
devaneos analíticos: desde el mes de julio desembarcaron miles de médicos (en su mayoría cubanos)
en zonas urbanas pobres y zonas rurales recónditas del país donde la
atención sanitaria es entre escasa e inexistente. El programa Mais
Médicos contó con la previsible oposición política (y de los gremios de
médicos), pero en menos de seis meses los resultados fueron
contundentes: hoy el 84% de la población aprueba la iniciativa, que en
poco tiempo logró desplegar un sistema de asistencia médica básica en
1099 municipios en todo Brasil. Ya se habla de un efecto
político-electoral similar al que tuvo el Bolsa Familia, lo que estaría
confirmándose en el apuro con que el candidato opositor Aécio Neves
(PSDB) salió a aclarar que, de ser elegido presidente, “mantendría el programa”.
La masificación y aceptación social de Mais Médicos abrió las puertas
para discutir la carrera de medicina en Brasil, históricamente volcada a
la formación de profesionales de clase media alta, que luego intentan
realizarse laboralmente en ese mismo círculo social. La interpelación a
los jóvenes universitarios “indignados” que se movilizaron en junio se
vuelve, así, más interesante. Aun dentro de la geografía de la política
social, la gestión de gobierno después de una década, necesita encontrar
nuevos rumbos, lo cual no implica alejarse de los objetivos iniciales.
“Mi guerra fue contra el hambre”
resumió hace poco Lula, a modo de aprobación, pero también de clausura
de toda una etapa de política pública. En los próximos años (el año que
viene hay un Mundial y en el otro, los Juegos Olímpicos) Brasil tendrá
que mostrar que no sólo supo alimentar a su gente, sino que generó una
dinámica social y económica que torció la historia heredada del siglo
XX.
Después de la muerte de Chávez, Maduro eligió acentuar los rasgos de
liderazgo personal, en un intento de transmutación completa de la figura
del líder de la revolución bolivariana. El experimento, además de
complejo (porque las virtudes personales no se trasladan mágicamente de
una persona a otra) resulta poco estimulante. El propio Chávez, en una
de las últimas reuniones de ministros que presidió, llamó a un “golpe de
timón”, entendiendo que a fines de 2012 el gobierno bolivariano
necesitaba una revisión profunda. En esa reunión, Chávez no tuvo
palabras condescendientes con las políticas oficiales que él mismo había
impulsado: la falta de eficiencia del gobierno, las dificultades para
generar un proceso productivo, la necesidad de la autocrítica fueron
algunos dardos que tiró contra sus ministros. “Yo soy enemigo de que le
pongamos a todo ´socialista´, estadio socialista, avenida socialista,
¡Qué avenida socialista, chico!, ya eso es sospechoso. Eso es sospechoso
porque uno puede pensar que con eso, el que lo hace cree que ya, listo,
ya cumplí, ya le puse socialista..”, atacó en un tramo particularmente
ácido.
En una segunda lectura, de este discurso de Chávez (y a la luz del año de gestión que ya lleva Maduro) aparece un problema de poder:
toda la acumulación política del chavismo en estos años, se choca aun
con limitaciones concretas a la hora de conducir a los actores reales de
la economía. En las últimas elecciones, el gobierno pudo capitalizar
la baja compulsiva de los precios de bienes de consumo masivo. Es
decir, tuvo éxito en lograr que algunas importantes cadenas de
distribución dieran marcha atrás con una espiral de suba de los precios.
Pero este logro está demasiado lejos de los planes oficiales de crear
un sistema de “comunas” que reorganicen la estructura política del país,
con eje en la propiedad social y estatal. En medio del océano que
separa las capacidades prácticas de las intenciones ideológicas aparece
el vaso lleno o vacío del país petrolero: los ingresos de Pdvsa fueron
la base material de un gobierno distributivo, pero no la palanca para un
desarrollo productivo profundo. Sin caer en estocadas gratuitas, se
puede decir que Venezuela muestra que la acumulación de poder político y
de una renta millonaria (dos elementos que ya quisieran tener otros
procesos políticos semejantes) no son suficientes para dejar atrás los
esquemas de dependencia y subdesarrollo.
Tan cierto como esto: Venezuela demostró que el problema de la sucesión
política, anunciada con bombos y platillos como el talón de Aquiles de
todos los gobiernos posneoliberales, no fue un escollo insalvable.
Cierta “institucionalidad” sui generis, permitió una renovación de
liderazgos bastante ordenada (Una foto presidencial de 2005 mostraría a
Lula, Néstor, Tabaré y Chávez. En los cuatro países hoy los presidentes
son otros, y el gobierno es de la misma fuerza política).
En el caso de Chile, el regreso de Bachelet muestra, desde el prisma de
este país “conservador” a los ojos del resto del continente, también la
emergencia de un nuevo ciclo. El paso veloz de la derecha por el
gobierno escenifica un deterioro electoral, tal vez de largo plazo: el
país ya no está dividido en dos, como había emergido de la dictadura de
Pinochet. Hoy, si una mitad se la lleva la vieja Concertación junto a
fuerzas de izquierda aliadas, el resto se reparte en espacios
progresistas, independientes, ecologistas, etc. La derecha pura y dura quedó reducida a un cuarto del electorado,
lo que previsiblemente le impida, en el corto o mediano plazo, seguir
siendo un veto para reformas estructurales. Según los mismos actores de
la política chilena, el demorado cierre de la transición democrática
será la tarea del segundo gobierno de Bachelet. Que hayan aparecido en
el moderado vocabulario chileno palabras como “asamblea constituyente”,
“sindicalización”, “sistema de pensión estatal”, “educación gratuita”,
muestra que la agenda política entró en una fase nueva. Otra iniciativa a
la que se comprometió Bachelet es una reforma tributaria que subiría el
impuesto a las empresas del 20 al 25%. Con ese ingreso extra, un 3% del
PBI, se propone financiar la gratuidad educativa. Bachelet puso la vara
demasiado alta como para volver a recostarse en las formas
hipermoderadas de su primer gobierno, al menos sin pagar un costo
político de igual envergadura.
Este recorrido desparejo, impresionista, de tres procesos políticos en
países sudamericanos, no muestran un camino unidireccional, ni mucho
menos. Pero sí alcanzan para dar cuenta de sociedades en movimiento,
enfrentadas al espejo de una década que las modificó profundamente. Los
usuales debates intelectuales (en verdad, apenas periodísticos) muchas
veces parecen reflejar una dicotomía engañosa: los ciudadanos
sudamericanos no se debaten entre el rumbo actual o volver a los viejos
patrones de ajuste y exclusión. Las encrucijadas actuales parten desde
los logros acumulados en estos años. Interpelan a esta época y no a
otra. Y esa parece ser la razón fundamental para que los electorados
sudamericanos elijan para ese desafío a las fuerzas políticas que los
trajeron hasta esta orilla.
*Publicado por Telam
No hay comentarios:
Publicar un comentario