Ernesto Laclau |
El discurso corriente de los sectores
conservadores (pero no sólo de ellos), se funda en una oposición sumaria
entre institucionalismo y autoritarismo. El autoritarismo sería
sinónimo de arbitrariedad, y sus connotaciones peyorativas son
evidentemente tautológicas: ¿Quién podría estar a favor del
autoritarismo y la arbitrariedad? Por contraposición, el
institucionalismo sería un talismán sagrado que garantizaría por sí
mismo las virtudes republicanas y las políticas sensatas que fluirían de
ellas.
El segundo paso en este tipo de argumentación es inscribir otros
términos y referencias en uno u otro polo de la oposición básica. El
término "populismo" entra muy rápidamente en esta enunciación
enumerativa y evaluativa como parte integrante, ni qué decirlo, del polo
autoritario. Si el institucionalismo se presenta como condición
necesaria de toda política coherente y racional, el populismo aparece,
por el contrario, como el reino de la manipulación demagógica, del
personalismo y de la arbitrariedad. Poner en cuestión este dualismo
simplista requiere, por tanto, deconstruir las lógicas internas con las
que sus dos polos han sido constituidos.
Comencemos por el institucionalismo. Las instituciones no son arreglos
formales neutrales, sino la cristalización de las relaciones de fuerza
entre los grupos. A cada formación hegemónica –entendiendo por tal la
que se impone por todo un período histórico– habrá de corresponder una
cierta organización institucional. Hay, por tanto, que preguntarse por
las relaciones de poder existentes en la sociedad si se quiere develar
el sentido de las instituciones. Por esto, cuando nuevas fuerzas
sociales irrumpen en la arena histórica, habrán necesariamente de chocar
con el orden institucional vigente que, más pronto o más tarde, deberá
ser drásticamente transformado. Esta transformación es inherente a todo
proyecto de cambio profundo de la sociedad.
Este lazo entre instituciones y cambio social es el que trata de cortar
el "institucionalismo" corriente. La defensa del orden institucional a
cualquier precio, su transformación en un fetiche al que se rinde
pleitesía desconectándolo del campo social que lo hizo posible, es la
que gobierna al discurso antipopulista de los sectores dominantes. Hay
en él una tendencia inherente a sustituir la política por la
administración. Ya Saint-Simon afirmaba que es necesario pasar del
gobierno de los hombres a la administración de las cosas. Y para hacer
un par de referencias a América Latina, "paz y administración" era el
lema del general Roca, y en la bandera brasileña aun podemos leer "ordem
e progresso", que era la fórmula acuñada por la iglesia positivista de
Río de Janeiro. En sus formas más extremas el institucionalismo tiende
al tecnocratismo, es decir, a diluir las identidades populares globales y
a sustituirlas por un gobierno elitista de los expertos.
Pasemos ahora al populismo. Para que haya populismo se requieren tres
condiciones. La primera es que se construya una relación solidaria entre
una pluralidad de demandas insatisfechas, que se forme entre ellas lo
que hemos denominado una cadena equivalencial. Si la gente ve que hay
demandas insatisfechas al nivel de la vivienda, de la salud, de la
seguridad, de la escolaridad, del transporte, etc., entre todas estas
demandas se da un proceso de interpenetración y de realimentación
mutuas. Con esto se ha llegado al primer estadio de una experiencia que
podemos llamar prepopulista. La segunda condición –el segundo estadio–
consiste en elaborar, a partir de las demandas insatisfechas, un
discurso dicotómico que divida a la sociedad en dos campos: los de
abajo, el pueblo, y, frente a él, el poder social y político, cuyos
canales institucionales tradicionales no logran vehiculizar las demandas
de las masas. El tercer estadio tiene lugar cuando este discurso
dicotómico cristaliza en torno a ciertos símbolos que significan al
"pueblo" como totalidad. En la mayor parte de los casos es el nombre de
una figura líder. Esto no da al líder un poder ilimitado, si dejara de
responder a la cadena equivalencial de demandas que se ha formado en el
primer estadio, su poder de atracción se vería erosionado muy
rápidamente. Un populismo realmente democrático debe mantener un
equilibrio entre la expansión horizontal de la cadena equivalencial de
demandas y su acción vertical en la transformación del Estado.
Podríamos decir que institucionalismo y populismo son los dos polos
extremos de un continuo –polos ideales, por reducción al absurdo, por
así decirlo–. En la práctica esos extremos nunca se dan en su pureza,
una hegemonía siempre se construye en algún punto al interior del
continuo, nunca en sus extremos. No hay institucionalismo tan completo
que pueda evitar enteramente la construcción de identidades populares
antisistema, y no hay un populismo tan puro que abandone todo anclaje
institucional.
La moraleja de lo que venimos diciendo es que cualquier proceso de
transformación de la relación de fuerzas en el campo sociopolítico no
puede verificarse sin una reforma profunda de las instituciones. Gramsci
ya lo había entendido. A diferencia de Marx, que hablaba de la
extinción del Estado, Gramsci hablaba de la construcción de un Estado
integral, que fuera más allá de la tradicional dicotomía Estado/sociedad
civil. Las dimensiones horizontal y vertical del accionar político, en
sus interacciones mutuas, es lo que Gramsci denomino "hegemonía".
La Argentina ha iniciado en 2003 un proceso emancipatorio que está
conduciendo a una considerable expansión de la esfera pública y a la
incorporación de numerosos sectores que tradicionalmente habían estado
excluidos de ella. Este proceso de construcción de una hegemonía popular
no podía darse, evidentemente, sin cambios fundamental en el sistema
institucional, cambios que han tenido lugar a través de una serie de
medidas legislativas que están produciendo un desplazamiento progresivo
en la relación de fuerzas entre los grupos. Todo esto debería culminar,
en un futuro cercano, en una reforma constitucional.
Y una ultima reflexión. Decía al comienzo que el fetichismo
institucionalista no es privativo de los sectores conservadores. En
efecto, hay una izquierda liberal que habla casi en los mismos términos.
Ahora bien, se supone que ser de izquierda es dar prioridad a un
proyecto de cambio social radical. Pero si de lo único de que se habla
es de la defensa de las instituciones existentes, ¿en qué queda ese
proyecto? Sic transit Gloria mundi (o así transa Don Raimundo, como
decía Mansilla).
*Publicado en Tiempo Argentino
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