martes, 5 de marzo de 2019

EL CORSO A CONTRAMANO

Imgen de "EnOrsai"
Por Roberto Marrra
Argentina se puede dar el lujo de saberse poseedora, por estos tiempos, del carnaval más largo del Mundo, y de la historia. Ya hace más de tres años que vienen pasando las murgas, aunque no para deleite de los espectadores, solo para regocijo de los murgueros. El desfile murguístico recorre cada rincón de nuestra geografia, involucra a cada habitante con sus cantos de sirena, arrastra con ellos a una parte de los observadores de ese desfile de ruidos insulsos, pero atrapantes para oyentes desprevenidos. Transformó al País en un “corsódromo” donde las alegrías son tan falsas como sus “pasantes”, que cada tanto emiten algunos sonidos guturales que no se alcanzan a comprender del todo, pero seguro se terminan sufriendo.
El festival de la alegría prometido se convirtió, con el correr de los días y los meses, en una tragedia disfrazada de felicidades invisibles y de promesas de imposibles números mejores. Las caretas se van cayendo por efecto de tanta persistencia festiva sin sustento, deshilachándose las capas y capas de mentiras. Los ropajes de brillos fulgurantes se van deshaciendo, transformándose en oscuros y malolientes trajes raídos por los tirones de las exigencias de los verdaderos dueños de la comparsa, que piden más y más “baile” a cambio de tiempos de menos gozos todavía.
El conductor de este desfile de tristezas intenta mostrar energías que nunca tuvo, con gritos destemplados estudiados para conmover a los mirones de cerebros carcomidos por tanto tiempo de observar sus pasos discordantes. Es allí cuando estallan las risas, expresiones más del dolor acumulado que del talento del soso parlanchín de palabras huecas que pretende continuar hasta el infinito con el corso a contramano en el que sumergió a toda una Nación.
Promete más murgas, nos avisa del alargue del desfile de comparsas, renueva los disfraces con otros iguales, mostrando la incapacidad de ese grupo de incompetentes mandamases para distinguir la realidad. Cuenta con el respaldo, condicionado por pautas millonarias, de los voceros de este insustancial bochinche murguero. Acostumbrados a mentir tanto como a respirar, se asegurarán de mostrar las alegrias de los imbéciles y ocultar las infinitas desgracias de los que nunca participan de estos desfiles de falsedades.
Se multiplican las tristezas de las “colombinas” y los “arlequines”, bailando al ritmo de disonancias sin otro sentido que hundirse cada vez más en un mundo de tormentos cotidianos. Desaparecen los espectadores, alejados con vallas y amenazas. Se vacían las plazas y las calles para que la murga y el murguero mayor puedan continuar con sus malos pasos. A contramano de los viejos carnavales, matan la felicidad de la libertad de unos pocos días, trocándolos por años de escarnios y miserias consumadas a costa de la vida de quienes ni siquiera dejan asomarse a la existencia.
A pesar de todos sus esfuerzos, la verdad termina por surgir entre los restos de conciencia de los tristes espectadores. Ni las vallas ni las balas protectoras de estos horrendos bailes carnestolengos, de esta comparsa del asqueroso mundo de la mentira programada, logran acabar con la historia de un Pueblo que mantiene en su memoria los recuerdos de los auténticos corsos, de las murgas realmente festivas, de las carrozas construidas con la confluencia de tantas voluntades solidarias.
Y allí se asoman otra vez, rehaciendo la hazaña de volver a sentirse dueños de su futuro, sin disfraces ni máscaras, con los colores de los sueños revividos. Ya no miran más el desfile del horror de esa sucia comparsa de inútiles y obsecuentes disfrazados de olvido permanente. Y renacen, con la fuerza de la esperanza y la seguridad de batir al enemigo de la murga del terror. Para terminar, por fin, con el repugnante reinado de ese falso “Rey Momo” que intentó apoderarse, vanamente, de la alegría popular.

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