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Aun los más experimentados no consiguen
enteramente descifrar el tiempo, aunque ninguna experiencia adquirida es
inútil. Vivimos en el tiempo y el tiempo vive de nosotros. Hablamos de
futuros pero éstos suelen ser formas apresuradas del presente, lo único
que conocemos y que mientras lo conocemos, escapa. Esta definición del
tiempo es la misma que la de la política.
El juego con el tiempo tiene ese punto definitivo e irrepetible que los
antiguos llamaron el Kairos, es decir, ese misterioso momento apropiado
e irrepetible en que las cosas suceden. Una mixtura entre casualidad y
destino, intuición y decisión razonada.
Siempre deja la duda, en caso de acierto, si es porque elegimos bien o
porque la casualidad se adueñó de ese mínimo fragmento de acción. Y en
caso de error, deja el sentimiento de si no era mejor una omisión de lo
que de todas maneras se produjo.
En la década del kirchnerismo hay dos historias paralelas: una historia
escénica, y otra fincada en la vida cotidiana de millones de personas
que estaban envueltas en el desaliento y la descreencia. No pueden
escindirse fácilmente.
El kirchnerismo comenzó con una fuerte apuesta a las historias
escénicas: el cuadro descolgado, los movimientos del bastón en molinete,
los rasgos informales en los movimientos de Kirchner, la lapicera bic,
hoy objeto de museo. También fue en parte escénico y en parte de una
apuesta para mover los cimientos duros de lo real, el desendeudamiento,
el pase a lo público de las pensiones privatizadas. Hay y sigue habiendo
escenografías, imposibles de descartar de la cosa política. Provienen
de la fiesta popular, de las grandes conmociones públicas, que recuerdan
vestigios de saturnales o las fiestas mayas. Nadie pensó nunca que
sustituían la movilización popular. La fiesta en la tradición política
–que se asienta definitivamente con la Revolución Francesa -, es en sí
mismo una movilización que no excluye máscaras y tamboriles. Y no deja
de convivir nunca con problemas irresueltos y traspiés que pudiendo no
darse, se dan.
Pero ahora razones que provienen de una desaceleración económica, de una
fomentada vulnerabilidad de las institucionalidad democrática con el
pretexto de defenderla de aquello con la que nadie la ataca, y un tipo
de publicidad cuyo género proviene de las novelas de terror del siglo
XIX, introducen una debilidad en el sistema de persuasiones de las que
gozaba hasta ahora el kirhcnerismo.
En un momento de menor crecimiento económico, se hacen notorios temas
presentados bajo capa política pero pertenecen al espanto como forma de
la ficción política. Nadie desea que arraigue el fantasma de la
corrupción, pero el modo en que se la comenta y exhibe, tiene su punto
de partida en un oscuro mito yacente en todas las culturas antiguas y
modernas: la bóveda como cavidad demoníaca, que junta osamentas y
dólares, vidas muertas y billetes sangrantes. Estos conocidos mitos se
han apoderado de un público numeroso.
Si se me pregunta cómo veo la década kirchnerista, diré que el Kairos
sigue activo. El tiempo presenta sus fisuras, sus minuciosas esperas, su
esperanza por el momento cuyo nombre y fuerza le pertenezca. El tiempo
sigue poroso trascurrida una década, un tiempo que nunca es lineal, sino
que tropieza consigo mismo, repone motivos olvidados y crea futuros
imprevistos. El Kairos, el momento oportuno, no se prepara de antemano,
pero se palpa en esperanzas no degradadas. Frente a él se halla la
promoción de un tiempo ya cancelado, en forma de bóvedas espúreas que
insultan a las bóvedas reales. Estas son testimonio de un tiempo que se
sostiene de múltiples angustias y realizaciones, de esperanzas y
cambios. La bóveda ficticia no está hecha de tiempo e historia, sino de
clausura y falsía. Es meramente lo que ahora producen ellos: una
historia escénica.
*Publicado en Tiempo Argentino
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