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El empleo de lo que llamaríamos una
racionalidad técnica para tratar la cuestión de los que se definen como
enemigos, los que forman parte de la lista en las sombras destinada a
nombra (quitándoles el nombre) a los que marchan hacia la muerte. No
parece que en la larga historia militar argentina haya habido ejemplo
como este, donde el asesinato vulgar se lo constituía ahora en medio de
un conjunto de dispositivos sigilosos, órdenes secretas, mecánica de las
informaciones, manuales de procedimientos, construcción y ocupación de
cartujas siniestras para proceder a eso actos. Esto es, una racionalidad
completa de Estado, que no la tuvieron exactamente de ese modo las
guerras civiles ni los enfrentamientos sociales argentinos con la
porción militar que en cada caso se dispuso a reprimirlos, en un siglo y
medio de historia.
Un trecho importante de la filosofía contemporánea pone en la arcaica
idea del Mal un conjunto de deliberaciones surgidas del empleo reticular
y orgánico de la razón. Mal y Estado coinciden bajo un lenguaje que no
perdió su superficie liberal, su liberalismo epidérmico y asimismo,
profundamente convencido. Liberalismo como creencia clásica. Videla
hablaba como un general de la prosapia liberal, prometía
institucionalidad, orden cívico, rechazo al populismo, republica. Tenía
una terminología política visible, cuya forma era tranquilamente
conocida. Pero he aquí una demostración de que había algo que superaba
ese mundo ideológico bien implantado, aunque lineal y monótono. Era el
manual de procedimientos secretos. Implicaba otros estados de la
conciencia. La conciencia no siempre es "liberal" aunque la persona
pública lo sea. La conciencia es un entrevero o un duelo entre diversos
conatos de pensamientos siempre deshilvanados y necesariamente aviesos,
de los cuales un cedazo civil elige palabras aceptables que se
exteriorizan muchas veces sombríamente.
Videla fue un general liberal, un general cristiano. Y pudo poseer en sí
mismo, en el detritus hondo de su yo interno, el artefacto mental
preparado para el asesinato como expediente, plan, fórmula, rito,
burocracia. Si se los pudo condenar a Varela, el de la Patagonia
trágica, o Aramburu, el de basural de León Suárez, es porque bastó que
asesinaron sin manuales de procedimiento, no encerraron el mal en
fórmulas que se parecía a las de un misal, aunque ya estaban preparando
el mapa abstracto de la muerte de muchos seres concretos. Pero el mal,
en Videla, era dar precisamente ese paso hacia lo abstracto pues parecía
no matar enemigos ni formas vivas de ninguna especie. Extirpaba nombre
como lección previa. Sus asesinatos ya nacían estadísticos, además de
estatales. Sólo aplicaba incisos, hacía trámites, acataba la pobre
metafísica del que engaña mientras cree hablar a los cielos: "No están,
son entelequias."
En segundo lugar, la verdadera entelequia era él. Una sustancia etérea
que veía el mundo a su semejanza. En la historia de la barbarie
tecnológica argentina, hubo argumentos "sociales", con lo repudiables
que podrían ser. Cuando los militares argentinos cometieron viles
asesinatos, incluso hacia sus pares –Dorrego, Peñaloza, Valle, Cogorno–,
no salían indemnes de la decisión que tomaban. Sabían, intuían
oscuramente, que ingresaban en una zona sin justificaciones, en la que
no alcanzaban los aplausos de los grupos sociales que los apoyaban, las
justificaciones ideológicas en donde figuraban palabras como
civilización y progreso. Pero eran consuelos, consuelos desmigajados y
empobrecidos, que no lo eximiría de condena pública, pero de alguna
manera, era la historia argentina partida, astillada, con la parte de
esos añicos que le tocaba a un fusilador que se podía quedar murmurando
con su conciencia hecha añicos durante insoportables madrugadas. Así
pinta Walsh al coronel de "Esa mujer".
¿Pero Videla? Él y otros, pero principalmente él, ya encarnaban otra
cosa y dieron un paso irreversible que comprometió con asesinatos
secretos, luego de convertir a los cuerpos secuestrados en materias
carnales que alimentaban un despreciable goce técnico, un miserable
procedimiento, que puso a la sociedad argentina, no sólo a las
instituciones del Estado, en roce constante con el Mal. Esa entelquia
que parte la vida colectiva en dos, puede dejarlo seguir hablando como
autómatas sobre libertades, seguridades y saneamientos, pero al hombre
mecánico que fundan en el pliegue más cruel de las sociedades, lo dotan
de los peores sentimientos asociales: suprimir la vida de hombres y
mujeres en nombre de una ideología no declarada que parte de un secreto
libro de actas, de una inquisición que domina sobre la carne y la
conciencia humana.
Videla fue la antipedagogía del mal; pero enseñó. Enseñó con resultados
múltiples que aun se perciben. Enseñó cómo pensar las sociedades
convirtiendo el asesinato serial en una clase de lógica de los infiernos
y de disimulo monacal.
*Publicado en Tiempo Argentino
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