Por Arq. Roberto O. Marra*
Las sonrisas eran enormes. Los funcionarios se miraban satisfechos, se hacían bromas. Las cámaras recorrían los rostros enrojecidos, tal vez por el calor, tal vez por las risas, tal vez por…la vergüenza. Es que se estaba anunciando la privatización de YPF.
Sí, la misma que en 1922 había nacido por el empuje del Gral. Mosconi y que había crecido hasta convertirse en la más importante empresa del País; que había sido atacada por los grandes “oleopolios” mundiales desde el mismo momento en que se derrocó ilegal y salvajemente al Gobierno popular en 1955.
Atrás quedaban décadas de construcción y esfuerzos de varias generaciones de trabajadores y técnicos comprometidos con el desarrollo real de la Nación. Pero los ’90 eran años donde hablar de Estado, Nación, de Soberanía, de Pueblo, estaba poco menos que prohibido. Los líderes civiles de la dictadura del ’76 habían triunfado donde más querían: en las conciencias de los argentinos. La cultura del individualismo acérrimo, del desprecio al trabajo como generador de riqueza, se había apoderado de las mentes de los mismos perjudicados por las políticas que defendían. Tal la perversión de la época nefasta que se estaba “sobre-viviendo”.
Imposible olvidar los
discursos de cada uno de los energúmenos integrantes del grupo entregador de la
misma propia historia a manos de las corporaciones transnacionales, las nuevas
dueñas del poder mundial. Imposible soslayar la frase del impresentable
personaje cuasi-circense Roberto Dromi, diciendo: “…nada de lo que deba ser
estatal permanecerá en manos del Estado”… Por fuera de la ridiculez semántica,
el asco más profundo proviene de saber que los corruptos miembros de ese
gobierno habían sido elegidos por el Pueblo, que volvería a reiterar su entonces
predisposición al suicidio colectivo por dos veces más.
Nadie que haya vivido esos
momentos y le quede un poco de conciencia, un poquito de sentido de Patria, un
mínimo sentido de solidaridad, aunque sea consigo mismo, puede dejar de sentir
ahora, en estos días de recuperación de aquello que creíamos perdido para
siempre, una sensación de renovadora esperanza de un futuro mejor.
Olvidemos por un momento
(hagamos el esfuerzo) a quienes protagonizan y lideran este cambio fundamental,
histórico, de la estructura económico-productiva de la Nación. Intentemos,
aunque sea por un instante, despojarnos de los enconos, dudas y sospechas que,
a nuestro entender, son falsos motivos esgrimidos por quienes no aceptan sus
propios errores e ineficiencias. Hagamos esto para descubrir el significado
profundo que el proceso de recuperación de esta empresa tiene. Y sobre todo,
tendrá. Es que Argentina no estaba acostumbrada a generar políticas públicas de
largo plazo. Sólo importaba el aquí y ahora, para la expoliación rápida de todo
lo que diera beneficios inmediatos.
Ahora se plantea llevar
adelante un proceso que revierta, lenta pero consistentemente, la historia de
tantos años de destrucción de nuestras riquezas. De todo tipo. En todo el
territorio. ¿Cuántos argentinos podrán, con sinceridad, mirando a sus hijos,
recordando a sus abuelos, dejar de adherir a esta medida de recuperación de
soberanía energética? ¿Antepondrán sus ridículos odios históricos al propio
sentido de Patria que se está gestando?
Y Por Fin hemos vuelto a hablar de Soberanía, de Patria, de Política. Y
todo con mayúsculas. Estamos ante la posibilidad histórica más importante que
haya tenido esta Sociedad en los últimos 60 años. Aún quienes no acuerden en su
totalidad con las políticas públicas que se vienen aplicando y recreando desde
el 2003, no podrán dejar de admitir que era necesario hacer lo que se hizo.
Las ridículas
teatralizaciones de los peuso-gobernantes españoles, meros representantes de
las corporaciones económicas que se dan el lujo de generar las crisis y ser sus
supuestos “solucionadores”; esos pequeños politiqueros con argumentos que
atrasan décadas, actuando como abogados del poder real, nos intentan asustar
amenazando, no al Gobierno, sino al Pueblo Argentino, con la llegada de las
“siete plagas egipcias”, porque no continuamos actuando como sus colonias, como
no lo hacen nuestros hermanos países latinoamericanos, que con tanta
contundencia nos acompañan en esta decisión fundamental.
No intentemos hacerles
comprender. Ellos lo entienden muy bien. Pero no lo pueden aceptar. Es el
cambio de época. Es el Nuevo Mundo que comienza a desperezarse. Es una nueva
conciencia que, como el pampero, el más argentino de los vientos, está
barriendo para siempre con los dolorosos resabios del neoliberalismo.
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