“El mundo será Tlön”, auguraba melancólica y resignadamente el narrador de una célebre cosmogonía borgiana. Eran los tiempos de las victorias imperiales e imparables del nazismo; el temor y la alegoría se justificaban. Más de medio siglo después, en los comienzos del pomposamente ungido tercer milenario, constatamos que lo que nosotros mismos hemos forjado y permitido forjar, en medio de una aparente libertad, es poco menos que asfixiante, tan opresivo e irrespirable como el planeta imaginario.
Georges Balandier, quien pronto va a cumplir noventa años, etnólogo y sociólogo, profesor emérito de La Sorbona, autor de numerosos trabajos ya clásicos (Africa ambigua, Antropología política, El poder en escena) aporta el fruto de largo tiempo de estudio y reflexión en un libro que se querría largamente leer y consultar. "Le grand système" es una alarmada meditación sobre el presente, sobre el universo que construimos y habitamos. Es quizá la primera vez que se efectúa un análisis tan minucioso y detallado, y a la vez tan vasto y orgánico del mundo actual. En la más pura vertiente cartesiana, Balandier desmonta los mecanismos que han ido conformando el mundo globalizado y, con el bisturí de un entomólogo, sin concesiones ni facilidades, los avances y las invasiones del poder sobre el modesto individuo; también las debilidades e inconsistencias que los permitieron.
Se trata de una acabada descripción de la vida de hoy, sumida en la TV y en Internet, donde la primera “ubica sobre todo al individuo en situación de consumidor-espectador” y el segundo “le confiere el sentimiento de ser activo, de poder contribuir, por su libre participación, a una cooperación y a un intercambio total sin fronteras”. A este “Gran Sistema”, que rige ahora nuestra vida, no escapa (tal vez lo conforme) el lenguaje: “Los vocabularios de uso corriente se componen y se difunden mediante el recurso de los reempleos, con deslizamiento del sentido de los vocablos –real, del tiempo inmediato; memoria e inteligencia de las máquinas; sitios separados de la territorialidad; portales o puertas que abren el acceso a redes; motores o navegadores que guían su exploración; mercadería inmaterial transportada por las autopistas de la información– y simulación de equivalencia de lo virtual con la realidad. Es un lenguaje en expansión, donde la analogía, la metáfora prosperan”.
Esta irrupción en la vida cotidiana de un totalitarismo larvado, consentido, que rige las costuras de caras y de cuerpos, los trasplantes de órganos, la clonización animal y la (por ahora retenida) clonización humana, las modificaciones de alimentos, del territorio, de la atmósfera, las de nuestra realidad toda en aras de una superchería virtual, ha sido aceptada, reclamada y golosamente recibida en nombre del progreso científico y técnico, de los combates contra el envejecimiento y la muerte, de las acciones por acortar las distancias y realizar las más caras fantasías de la especie. Por primera vez, el hombre siente que hoy, no en un improbable mañana, puede dominar la naturaleza, eliminar la distancia y el tiempo, demorar la muerte, quizá vencerla.
Ya no habitamos una tierra con espacios y seres distintos, sino un lugar del que somos “indígenas” y, a la vez, “extranjeros”: “aunque lo vivimos, estamos aquí comúnmente como gente de otro lado. /.../ El resultado es un Gran Sistema planetario para el que todas las lógicas y todas las fuerzas transformadoras se conjugan, contribuyendo a la potencia de una economía mundial enteramente competitiva y discriminante”. En los “nuevos Nuevos Mundos” que él genera se multiplican sitios de dominación inéditos, nuevos poderes que imponen “colonizaciones internas”, las que poco a poco van sustituyendo a las territoriales.
Lo interesante es que este sistema, a diferencia de los totalitarismos que hicieron del siglo XX “un siglo catastrófico”, no procede “de una visión previa fuertemente constituida /.../ sino que acompaña un curso de las cosas sometido a la sola impulsión de las fuerzas económicas y tecnológicas conjugadas y dominantes”. Es, casi, una civilización inconsciente.
Este mundo en el que la materialidad “no es ya lo que era” reemplaza nuestro ámbito tradicional por múltiples no lugares, sustituye los espacios precisos donde el hombre se asentaba y vivía por sitios impersonales y vehiculares, adaptados a las nuevas formas de movilidad humana: “los aeropuertos internacionales, las áreas de servicio o de reposo de las autopistas, los hoteles de corta estadía, los complejos de gran distribución comercial o de juegos, las zonas de actividad construidas de modo idéntico en la periferia de las grandes ciudades...”.
Paradójicamente, si los lazos con el espacio se debilitan, aquellos relacionados con el ser resisten más. El cuerpo “impone siempre su debilidad, sus caídas, su precariedad, lo cual revela su propia naturaleza, y ni el arte médico ni el arte de las máscaras y de las apariencias pueden lograr su total dominio”. Pero esta estrecha vinculación, estos cuidados de la salud y del aspecto están llevando a una riesgosa operación de reemplazo de lo humano por lo tecnológico, dentro del cual “la última frontera a transgredir es la del clonaje /.../ Sería la ruptura con la historia natural de la reproducción, con la historia del tratamiento social y cultural de la producción de hombres, una ruptura que entrañaría la desvalorización de la diferencia sexual y abriría en cada uno la turbadora perspectiva de un porvenir infinito por la repetición de sí mismo en la sucesión de sus clones”. Drama y paradoja de la supermodernidad: “hacer retroceder la enfermedad, la dolencia, la muerte”, pero el benéfico designio contribuye “a una metamorfosis de lo humano, que se cumple más que nunca por la metamorfosis del cuerpo”. Los dobles biológicos, los múltiples inmateriales salidos del mundo virtual eliminarían la única manifestación de una presencia humana y humanizante sobre la Tierra.
Son pocas, pero poderosas, las resistencias al Gran Sistema. Ya que no fuertemente sociales ni políticas, al menos naturales, ambientales, y producto de sus propias e inevitables fallas. A la nuclearización en gran escala de lo cotidiano se oponen Chernobyl y sus temibles repeticiones; al tratamiento genético o falsificado de los alimentos, la deformación y el envenenamiento: animales y plantas y frutos se vuelven sospechosos. Fenómenos oceánicos o climatológicos son atribuidos a las modificaciones que se han efectuado al planeta: “La potencia perturbadora de la técnica se vuelve responsable de sus enfermedades”.
La salida, ciertamente, no es fácil ni prometedora ni eufórica ni segura. Para evitar la total derrota de lo humano sería necesario hallar e indicar “un sentido a nuestro devenir”. Y claro, entender que es “la idea misma de realización absoluta, de avance hacia la perfección, la que alberga todos los peligros./.../Esta idea conduce a ignorar que lo inacabado ha sido no solamente el motor de la Historia, sino también la condición del ejercicio de la libertad y de las capacidades creadoras. En tal sentido, la proclamación de un “fin de la Historia”, y de una próxima realización del “más allá de lo humano”/.../es tan nefasta como engañosa”.
Así, “la necesidad de una recomposición de lo político parece manifiesta”; de lo político, se entiende, en el sentido primordial del concepto, es decir, capaz de iluminar el porvenir, de luchar contra la fuerza de las cosas, de alentar el debate sobre las grandes decisiones y de fortalecer el sentido de vivir en comunidad aportándole equidad.
Sólo así –parece decirnos Balandier– podremos salir del inquietante laberinto propuesto por Don DeLillo: “El cibermundo ¿es algo en el interior del mundo o es lo contrario? ¿Cuál contiene al otro y cómo se puede estar seguro de saberlo?”. Salir –agregaría– y respirar la realidad.
* Escritor, docente universitario.
Publicado en Página12
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