sábado, 4 de junio de 2022

LA TIBIEZA

Por Roberto Marra

¡Ah, la tibieza! Esa tibieza arrobadora de nuestras madres cobijándonos. O esa del sol invernal, ofreciéndonos el refugio ante las heladas ráfagas de los vientos polares. O la de las frazadas nocturnas, que nos envuelven y protegen de las habitaciones frías. La tibieza de la cocina a leña de nuestros abuelos en el campo, donde rodearlas era el simple placer de niños pobres. Pero, sin embargo, la tibieza tiene también esa definición de aquello que no termina de ser ni frío ni caliente del todo, dando la idea de indefinición, de poco afecto a lo radical en las decisiones cotidianas o especiales.

Ese es el camino que parecen transitar algunos gobernantes, como modo de no expresar posiciones tajantes, irreductibles, jugadas. Es la manera de no actuar si no es pidiendo permiso a quienes detentan el verdadero Poder. Es el sistema predilecto de aquellos que prefieren no “hacer olas” en el mar de las definiciones en el que deben navegar para hacia el destino prometido. Es la disculpa incoherente con las rebeldías imprescindibles que demandan los tiempos de luchas contra los destructores de ilusiones y esperanzas (que son todos los tiempos).

Lo esencial parece más invisible que nunca en estos tiempos de cobardías disfrazadas de prudencia. El temor a los poderosos prima por sobre las necesidades que, al decir de algún arrogante “supremo”, no necesitan derechos que las resguarden. La miseria de las miradas empobrecidas por la connivencia con los que deciden todo, hacen de la sociedad una esponja que sólo absorve sufrimientos y expulsa odios cuando se la aprieta. El destino pasa a ser una oscura pantalla que refleja únicamente padecimientos y rencores infinitos, para solaz de los perversos que los fabrican e imponen a las mayorías.

No fueron cobardes quienes se atrevieron a cruzar los Andes para liberarnos del yugo español. No fueron timoratos ni Güemes, ni Belgrano, ni Moreno, ni Castelli y tantos otros de esos tiempos. No brillaron por pusilanimidad ni San Martín, ni Bolivar, ni Artigas. No les temblaron las piernas a quien se puso a la cabeza del mayor movimiento social y político nacido en el siglo XX en nuestra Patria, para enfrentarse a los mismos poderosos que hoy día continúan provocando la debacle económica y financiera. No tuvo miedo, sino conciencia de la necesidad de sus actos, para garantizar los alimentos a los eternos negados de la historia, a los empobrecidos por la aberración de un sistema económico degradante de la condición humana.

No es ni será nunca “el mercado” quien deba decidir la suerte de millones de habitantes de una Nación capaz de producir varias veces las necesidades alimentarias de su población, pero que, en su mayoría (e increíblemente), sobrevive padeciendo la estrechez de sus dietas diarias. No puede admitirse, si se pretende llamarse “nacional y popular”, gobernar semejante territorio feraz y productivo sin el aseguramiento de los más básicos requerimientos cotidianos de la población, pero ahora mismo.

El poder lo ejerce quien tiene, previamente, la decisión de hacerlo. Quien sólo intenta convivir con los dueños cartelizados de ese Poder Real que atemoriza tanto a los “consensuadores”, pasará por la historia como el soplo de una brisa tibia, tan tibia como sus decisiones incoherentes con la realidad que se padece. La bota de los esclavizadores planetarios seguirá pisando nuestros derechos y postergando felicidades reservadas a los acólitos de ese supra poder que los arroba y les señala el camino al abismo de los promesas incumplidas.

Y el Pueblo, adormilado por el miedo y los odios fabricados desde las pantallas del olvido cotidiano, acabará por otorgarle la confianza de su futuro a esos personajes de historietas fabricados por sus enemigos. Todo, por no atreverse a saltar la valla de esa tibieza que no cobija ni resguarda. Sólo nos empuja a la puerta trasera de un infierno en el que arden la valentía y las esperanzas.

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