Por Roberto Marra
Los eufemismos sirven únicamente para tapar la realidad. Por lo cual, lo mejor, para comprenderla, es hablar con transparencia y sin tapujos sobre ella. Decir, por ejemplo, que en Argentina no hay una simple disputa de poder político, sino una guerra. No convencional, sin las armas físicas que suelen verse en ellas, pero guerra al fin. Una contienda de violencias inauditas, que se manifiestan con las peores palabras, los insultos más obscenos, las manipulaciones de la verdad más dañosas. Una conflagración cuya “infantería” está compuesta de simples ciudadanos “indignados”, conducidos por unos cuantos “brigadieres” mediáticos, proveedores de relatos que avivan el odio indescifrable de los energúmenos que arrastran en sus aventuras destituyentes de los gobiernos populares.
Pero esta guerra no convencional tiene actores de mayor importancia, aquellos que ordenan los ataques contra los “blancos” que más desprecian, con estudiados métodos cooptantes de las voluntades de quienes están predispuestos al desprecio de cualquier manifestación de justicia social: los poderosos miembros de una casta de empresarios oligopólicos, los dueños de las más impresionantes extensiones de territorio donde se cultivan los alimentos que nunca llegan a las mesas de sus odiados pobres, las compañías extranjeras que manejan gran parte de la energía, un sector fundamental del Poder Judicial y, hoy día, el más importante de los integrantes de esa runfla de sublevados contra el Pueblo y sus derechos: el poder mediático.
Claro que este conjunto de subversivos no están solos en esta guerra. No son ni siquiera los primigenios impulsores de semejantes violencias cotidianas. Los guía un poder superior, imperial, que es quien decide a quienes atacar y de que manera, cosa que se reproduce en cada uno de los países de la región y del Planeta. Aún en su etapa más decadente, su influencia sigue acaparando voluntades de gobiernos genuflexos y agrupando opositores a las soberanías nacionales.
En medio de semejante conjunto de oponentes, sobreviven los pueblos que sólo pretenden alcanzar la dignidad de sentirse seres humanos. Aplastados por los bombardeos mediáticos y las balas del abandono, transitan sus tiempos buscando la esperanza que les permita formar parte de una Nación donde sus vidas tengan el mismo valor que las de quienes les adversan con mentiras programadas y la destrucción de sus recuerdos de tiempos donde la sociedad había asomado a los derechos mil veces conculcados.
Con fe en construir una Patria justa, buscan con sus votos, en cada elección, acercarse a una realidad distinta, donde el trabajo sea el ordenador de sus vidas, donde el crecimiento económico no deba esperar un derrame imposible, donde el techo digno esté a su alcance, donde la educación no se convierta en excluyente por sus condiciones sociales, donde la salud no sea el privilegio que determine la vida o la muerte. Invariablemente, cuando esa esperanza triunfa en las urnas, comenzará otra batalla en esa guerra interminable de odios eternos y superioridades autoasumidas de los “generales” del exterminio de derechos.
En ese conflicto permanente, suelen asomar líderes populares cuyas capacidades exceden, por mucho, las de sus atacantes. Son quienes se convierten en el objeto principal de sus desvaríos mediatizados, las figuras a derribar con sus furias de bestias desatadas. Los métodos para hacerlo no tienen ningún otro límite que la destrucción de ese (o esa) líder, a como dé lugar. También fisicamente. Sólo los contiene la razón de las posibles reacciones posteriores, por lo cual, acuden al uso de otros métodos, donde las objeciones van por el lado de la “moralidad”, algo que nunca ejercen, pero pretenden su inmaculado ejercicio en otros.
De ahí, a los armados comunicacionales de hechos que hieran la relación con los seguidores de la figura en cuestión, está el simple paso de la repetición infinita de cualquier acto equívoco que involucre, aún tangencialmente, a su enemigo del momento. La incapacidad reflexiva de gran parte de la población, les alcanza para redondear su labor destructiva del gobierno popular, con lo cual habrán dado un buen paso hacia el regreso a su dominio absoluto de las instituciones, para desgracia de las generaciones que deban soportarlo.
El olvido forma parte fundacional del armado antipopular. Suplantar las realidades vividas por relatos anecdóticos de falsedades, manifestadas como verdades reveladas, ha servido para crear un imaginario en los propios afectados, de hechos que nunca sucedieron, pero de los cuales se sienten “seguros” de haberlos vivido. Con ese método han logrado vencer una vez a un gobierno popular otorgante de derechos que eran inimaginables en otros tiempos. Con ese mismo sistema de ideas falsificadas siguen actuando e inculcando reacciones contra los líderes que más les molestan para sus empeños acumulativos de riquezas.
Una y otra vez caen en sus redes millones de idiotizados mediáticos, contribuyendo al desbande de las fuerzas que pudieran hacerle frente con visos de éxito a ese enemigo mortal que los convence con pocas palabras y muchas imágenes. Aún algunos de quienes parecieran más capaces de soportar ese cruel bombardeo de construcciones irreales, también se alejan de la verdad para (tal vez) sentirse parte de una masa que no comprende la necesidad de ser Pueblo. A veces, la ilusión de conducir multitudes, les atora el razonamiento y les impele al suicidio político.
Desde sus púlpitos televisivos, los profetas del odio ejercen el ruin papel de levantar los ánimos contra el gobierno que necesitan destruir sus mandantes. Médicos frustrados por sus incapacidades diagnósticas, escritores de libros que nadie lee, redactores de editoriales que destilan el veneno de sus pasados de colaboracionistas con dictadores y asesinos, hacen las veces de voceros del Poder Real, convocando a la desobediencia, al ataque a las instituciones que desean abatir, a gritar desforadamente lo que ni siquiera comprenden.
No hay pandemia que los detenga en sus aberraciones destituyentes. No existe razón alguna que esgrimir ante sus ataques. No vale el diálogo con esos aprendices de Hitler con ínfulas de estadistas. No tiene sentido oponer a sus insulsos y obscenos palabreríos, la certeza de la realidad manifiesta en hechos irrefutables. Son bestias lanzadas al brutal exterminio de nuestro Pueblo, previa “eliminación” de quienes lideren al Movimiento Nacional que les absorve todas sus energías desde hace décadas.
Nada los detendrá, como no sea la acumulación unitaria de fuerzas populares que no se dejen arrastrar por ese “tsunami” de falsías y degradaciones. Sólo el conocimiento hará posible la unidad de los postergados de siempre con sus auténticos y sinceros líderes. Ese imprescindible saber no podrá alimentarse de los excrementos mediáticos que les ofrecen desde el Poder que los sojuzga, sino con la construcción amalgamada de su propia red comunicacional, ejerciendo de hecho aquello que la postergada Ley de Medios proveía para ese fin.
No es tiempo de comentar banalidades ni seguir la agenda del feroz enemigo que enfrentamos. Es hora de reconstruir las conciencias avasalladas por el imperio, sus secuaces locales y su cultura impuesta a fuerza del “garrote” de la ignorancia. Va siendo el momento de elevar nuestras voces, de volver a gritar nuestros convencimientos, de ilusionarse de verdad con las utopías arrojadas al costado del camino que nos obligaron a seguir, por ir detrás de los eternos espejitos de colores de la brutalidad y la miseria. Y de reconocer que tenemos quien nos guíe, que contamos con la inigualable capacidad de una conductora que no se deja atrapar por las trampas del enemigo, y que está allí para empujarnos a alcanzar los sueños robados mil veces por los enemigos, para ganar la batalla que importa: la de la Justicia Social.
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