Por Roberto Marra
No es novedad ver y escuchar, en campañas políticas, una serie de slogans que intentan definir las características de los candidatos y, supuestamente, orientar al electorado respecto a lo fundamental de las propuestas de cada quien. Claro que, del dicho al hecho, se caen unas cuantas intenciones. La verdad, esa inquieta buscadora de razones que la sustenten, se suele perder en un mar de incoherencias con la realidad que manifiestan algunos candidatos o candidatas. Sobre todo, incongruencias con sus propios pasados y sus manifestaciones de un pretérito demasiado cercano como para haber sido olvidado por la ciudadanía a la que dirigen sus mensajes.
Ese “olvido”, solidario con sus escondidas intenciones, aparece sin embargo, en algunos casos, muy visible y demasiado evidente en frases que atesoran sus verdaderas ideas, tan proclives al escarnio del contendiente y la subestimación del electorado. El odio manda antes que la proposición sana. Un odio que invita a odiar y una falta de propuestas que genera, además, adhesión en quienes buscan la muerte política del contendiente. Mentir, en esos casos, no importa demasiado, porque el fin supremo de estos politiqueros con ínfulas de “ciudadanos ilustres”, es asegurar la “tropa” de odiadores que les permita obtener el rédito de su llegada al ámbito legislativo en disputa.
Está el ejemplo de quienes, en la Provincia de Santa Fe, se presentan como candidatos por la fuerza que gobernara la Nación hasta hace casi dos años. Por increíble que parezca, el slogan que se manifiesta en la profusa cartelería y los spots mediáticos, se resume en decir que “tenemos lo que hay que tener para ponerles límites”. Uno de los que aparecen expresando tal consigna electoral, es quien fuera ministro de seguridad provincial, que en su tarea como funcionario no solo no le puso límites al delito y las complicidades policiales, sino que hasta resultó sospechado de connivencia con semejantes aberraciones ministeriales.
Claro que no es el único en la búsqueda de quitarle a otra fuerza política el pedacito de poder que pudiera ejercer a través de semejantes bajezas semánticas y gestuales. La búsqueda de la desaparición del peronismo como concepción popular arraigada, es el desvelo de la mayoría de quienes les disputan los votos a esa fuerza. Para hacerlo, no utilizan conceptos que pudieran confrontar legítimamente con las ideas del justicialismo, sino que señalan, persiguen, estigmatizan y denostan a sus líderes, tal como lo hicieron desde los comienzos del primer gobierno sostenido en esa doctrina, hace más de setenta años.
Al ejercer semejante acción antidemocrática, demuestran no sólo sus brutales concepciones de la política, sino la falta absoluta de ideas capaces de disputarle Pueblo a aquella otra que nació con él. Recurren entonces a la violencia verbal, la exageración de sus gestos antagónicos, buscando el escarnio público de las figuras más representativas de sus odiados enemigos ideológicos. También aparecen en escena la violencia física, cuando desaforados manifestantes golpean a reporteros que no pertenecen a la red mediática que les acompañan y alientan en sus dantescas representaciones de la maldad social.
Todo ese andamiaje de violencia opositora, ha ido perforando incluso los discursos de muchos dirigentes del propio peronismo, hasta “lavarlos” con el agua sucia de la no confrontación directa y apasionada ante el poderoso enemigo que lo adversa. Si bien la firmeza en las ideas no necesitan de gritos destemplados ni insultos a los adversarios, sí precisa de certeza discursiva, de límites infranqueables ante los ataques paridos desde del odio de clase. Si es imprescindible estar atentos a semejantes injusticias narrativas del enemigo ideológico, que perforan con naturalidad las mentes de los jóvenes y hacen dudar hasta a los más experimentados, en base a la gobbeliana manera de comunicar de la que se valen.
Se trata, como siempre, de una disputa con el Poder Real. Se trata de caminar en un campo minado por mentiras y blasfemias cotidianas. Es el tiempo de imposturas y exageraciones de los eternos fabricantes de relatos de robos de PBIs, de cuentas inexistentes en el exterior para cubrir las propias, de falsear datos de la realidad cotidiana para generar desprecios a los desposeídos, de abrevar incluso en la irracionalidad maniqueísta de algún “porrudo” comentarista de TV con pretensiones de candidato.
Todo vale a la hora de la destrucción y su imprescindible compañía: la brutalidad. Todo les resulta poco en la búsqueda de la derrota electoral de su paradigma del odio y la sinrazón. Y toda actitud medrosa redundará en la pérdida de la confianza de los sectores populares que buscan, desesperadamente, una salida final de ese brutal túnel de la inequidad y el abandono. Queda la militancia como recurso, la apasionada función de transmisión de la verdad popular resumida en pocas pero auténticas consignas, tan certeras como añoradas, tan profundas como invencibles, tan sinceras como trascendentes: soberanía política, independencia económica y justicia social. Ese y no otro, es el barro sublevado que hará posible la construcción de la felicidad que los energúmenos de los falsos slogans pretenden impedir.
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