Por Roberto Marra
Hay una frase popular que dice que “el que se quema con leche, ve una vaca y llora”. Esta metáfora del aprendizaje forzoso, parece no hacer mella en las aceptaciones ciudadanas de los hechos consumados, sobre todo cuando se trata de cuestiones urbanas. Efectivamente, las ciudades son un permanente muestrario de “derrames de leches” provocadas por planes de urbanización destinados a satisfacer las “necesidades” de los repetidos “emprendedores inmobiliarios”, manera falsificada de denominar a los apropiadores del derecho a la ciudad de los habitantes urbanos.
Las “urbanizaciones forzosas” a las que nos vemos sometidos, terminan por disolver la historia construida, desollando su piel cultural, ignorando las advertencias de quienes claman por desarrollos que acuerden con las estructuras arquitectónicas históricas, una convivencia benefactora de la vida social. Nada de esto importa a la hora de las decisiones inversionistas, impulsadas como están por el apuro lavador de dinero y/o la avaricia desatada de sus autores. Todo vale para aumentar las riquezas descomunales de los poderosos hombres del sucio negocio de la destrucción de las ciudades.
Cuando lo peor de la política asume la conducción de los destinos de una ciudad, sólo se puede esperar la profundización de la degradación de ella. Eso sí, será visualmente presentada como si se tratara de ejemplos del desarrollo, manifestaciones excelsas de la arquitectura “moderna”, muestras “inequívocas” de un futuro próspero de la sociedad toda.
Sin embargo, las experiencias tañen las campanas de los recuerdos nefastos. Centenares de hectáreas se han afectado a esos emprendimientos monumentales, expresiones de un urbanismo berreta y reproductor de idealizaciones de ciudades del denominado “primer mundo”. Primero en horror, claro. Y allí tenemos ahora a esas cáscaras vacías de personas y de cultura, para evidenciar la inutilidad de sus existencias y el daño irreparable a la historia urbana derruída para solaz de los ganadores de siempre y sus cómplices politiqueros.
Como si se tratara de modernos “Atilas”, estas empresas (a las que no les interesa un ápice el País, ni la ciudad donde hacen sus negocios inmobiliarios), aplastan la verdad a fuerza de excavadoras y martillos neumáticos, derrumbando las manifestaciones más bellas de un pasado que, aunque tal, no deja de servir de base de sustentación del futuro urbano que pudiéramos prever. Poca es la oposición a sus desmanes, que se reproducen por imperio del eterno privilegio de la coyuntura económica, disculpa permanente de quienes autorizan semejantes desvaríos constructivos.
Nadie paga por la pérdida de los espacios otorgados “graciosamente” a los privilegiados “emprendedores”. Los reclamos de quienes todavía conservamos un criterio de lo urbano basado en el derecho a la ciudad y a su desarrollo armónico con la naturaleza y con la historia, caen en el saco roto de la desidia legislativa y la arrogancia ejecutiva, creyentes de una superioridad que se desvanece con cada uno de sus actos de profundos ignorantes o peligrosos transgresores de sus compromisos con las leyes.
Van quedando pocos sitios en las ciudades para ejecutar sus lujosas e insípidas torres. Por lo que ya están avanzando sobre los pocos rincones verdes que permiten respirar entre tantas moles de cemento. Nuevos inventos semánticos se sucederán, para empujar a la sociedad a un nuevo subsuelo de la razón. Por lo que nos queda sólo el instinto de supervivencia para asomarnos por sobre la pobre superficie asfaltada de mentiras arquitectónicas, elevarnos con el conocimiento de nuestros ancestros y aprender de las duras experiencias de la destrucción a la que hemos sido sometidos por décadas. Tal vez allí encontremos la fuerza ciudadana para poner fin a la maldita piqueta del falso desarrollo y la avasallante amenaza del fin de la justa convivencia con la naturaleza.
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