Por Roberto Marra
La muerte, esa incomprensible acción final de nuestras vidas, es la causa del mayor de nuestros miedos. Miedos que se derivan, a estar por las definiciones de la psicología, de la negación de su existencia. Miedos que se mitigan con las creencias religiosas, que nos hacen sentir que se trasciende ese final físico con la eternidad del alma o espíritu. Miedos que se generan no sólo por la propia muerte, sino con la de los seres queridos o cercanos y, en muchos casos, aún de quienes sin conocerlos directamente, forman parte de la vida social en la que nos desarrollamos.
Pero la cotidianeidad de la muerte, el contacto permanente y diario con la misma, puede provocar, en muchas personas, un relajamiento en los sentimientos hacia los demás, al punto de no generar más que algún gesto de pena momentánea (o incluso ninguna), para después dar continuidad a sus habitualidades. Los miembros de la fuerzas armadas y de seguridad, así como de muchos de quienes forman parte del sistema de atención médica, tienden a actuar de esa manera. Más aún, cuando los muertos pertenecen a un sector “marginal” de la sociedad, aquellos y aquellas que se ubican y señalan como parte de la delincuencia.
Pero la cotidianeidad con el contacto con esta visitante eterna de nuestro Mundo, ya se está “popularizando” demasiado en nuestra ciudad de Rosario y la Provincia de Santa Fe. Desde hace ya demasiado tiempo, la presencia de la muerte en las calles, por efecto de las disputas entre bandas mafiosas y/o la intervención de la fuerza pública de seguridad, se ha vuelto un hecho insoslayable y corriente. Casi como una “actividad” más, matar se ha convertido en el permanente accionar de grupos delincuenciales que se han apoderado de las ciudades de nuestra Provincia en general, pero de Rosario y su zona de influencia con mayor preponderancia.
Motos que pasan raudamente baleando a algún rival del delito que practican a diario, frentes de domicilios de otros antagonistas de sus “negocios” ametrallados sin piedad ni miramientos de transeuntes y vecinos, son actos cotidianos donde la muerte es instalada como una “necesidad” y los daños colaterales, observados casi como una regla.
El delito organizado trasciende ampliamente a los propios delincuentes, vinculados éstos con sectores del poder judicial y con integrantes de las fuerzas de seguridad, intrusadas desde hace tiempo por este sistema de disvalores que actúa sobre toda la sociedad. También actores económicos y políticos muy importantes son parte de este maquiavélico armado delincuencial, involucrando a personajes que se presentan como “devotos” de la paz y la justicia, pero esconden “en sus placares” a tantos muertos como les hagan falta para elevar sus bienes materiales.
La incapacidad o el temor, o ambas cosas a la vez, son la base para la inacción de quienes, se supone, deben encargarse de solucionar semejante estado de cosas. También está aquello de la “correlación de fuerzas”, caballito de batalla de cuanto inepto pretende enseñarnos la realidad como irreversible, método que les permite continuar con sus pequeños poderes para no cambiar absolutamente nada. Gatopardismo multiplicado, este sistema de pretender tener autoridad sin ejercerla, se ha transformado en la metodología preferida del “dejar hacer”, esconder los males bajo la alfombra de las mentiras y, cada tanto, soltarle la mano a algún miembro de las fuerzas de seguridad corrupto, para lavar la imagen que ya resulta demasiado oscurecida por la incapacidad cómplice con la que se actúa.
Cuando algún funcionario pretenda elevar la institucionalidad, cuando sus actos se correspondan con las necesidades que deba enfrentar para combatir el delito, de inmediato saltarán los cómplices politiqueros que abonan las desgracias cotidianas, para atacarlo y martirizarlo, con los secuaces mediáticos hipócritas que les acompañarán con sus campañas de desprecio al personaje en cuestión. Con “lawfare” y “fake news”, sus armas predilectas, acabarán por derrumbar al atrevido que pretenda hacer pié frente al delito organizado, hasta volver todo a la “normalidad” del saqueo y la muerte permanentes.
Así las cosas, nuestra Provincia permanece atada al despropósito mortal del manejo discrecional del narcotráfico y sus delitos anexos, cuyas ramificaciones se extienden hasta abarcar los lugares y las personas menos pensadas. Y el lavado del dinero proveniente de semejantes aberraciones cotidianas de muerte y destrucción, aparece manifestándose en fabulosos edificios que “enorgullecen” a los ciudadanos desprevenidos, creyéndose parte de una urbe del “primer mundo”, hasta que alguna bala atraviesa sus ilusiones de formar parte de esa entelequia.
La muerte volverá, entonces, a ocupar por un momento la atención de las portadas. Los lamentos y los discursos serán la mágica solución prometida para el día después, cuando todo se haya olvidado por el prodigio de una nueva muerte. Mientras el miedo, ese visitante nacido con nosotros para recordarnos nuestras finitudes, se irá extinguiendo lentamente, hasta hacernos parte de esa oscuridad social permanente que alimentan los malditos destructores de la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario