Por Roberto Marra
Uno de los modos de desviar la atención de lo importante, en política, es generar debates sobre lo superfluo de alguna acción de sus protagonistas, o recurrir a ese modo de politiquería establecido desde la época del menemismo, que dio en llamarse la “farandulización” de la política. Hablar hasta el cansancio de hechos intrascendentes relacionados a la política o a sus más reconocidos líderes, protagonizados por artistas, emitir sus opiniones como señeras manifestaciones de la realidad tergiversada que los medios hegemónicos hacen trascender a cada minuto, son parte de un show que utilizan desde el Poder Real para evitar que la ciudadanía acceda a los hechos que sí importan, los que de verdad le afectan su presente y su futuro.
No se puede dejar de decir, a fuerza de parecer repetitivo, que la mediática oligopólica trasciende el simple hecho noticioso. Su influencia se ha convertido en la razón de las adhesiones de gran parte de la población a postulados absolutamente opuestos a sus intereses, quienes resultan ser los más perjudicados por las tropelías económicas y sociales del neoliberalismo que sustentan los promotores de esos desvíos informativos.
La aparición permanente de ciertos personajes, que más parecen salidos de algún establecimiento psiquiátrico que de una organización política, forma parte de ese juego provocador que se sucede permanentemente desde las pantallas de la enajenación popular. Y que tal cosa se haga con el objetivo de generar el alejamiento de la ciudadanía de las ideas que sostienen los representantes de los movimientos nacionales y populares, no deja de tener lógica para los enfermos objetivos de sus ejecutores.
Lo preocupante (y peligroso) es que líderes populares de valía y destacados columnistas del otro periodismo, del que todavía intenta hacer honor a esa palabra, ocupen sus tiempos en largas y repetidas manifestaciones de repudio a los dichos de ciertos orangutanes con ínfulas de políticos. Charlas interminables sobre las frases inconexas proferidas por esos representantes de la brutalidad politiquera, se reiteran hasta el paroxismo, creando la sensación de que esos son lo temas más importantes a tratar.
En las entrevistas a los más altos funcionarios del gobierno nacional, los temas referidos a la acción concreta de gobernar son mencionados como al pasar, para volver recurrentemente a solicitar opiniones del entrevistado sobre los figurones (y figuronas) con patente de imbéciles que los adversan. En épocas electorales, este tipo de menciones repetidas sobre los rivales políticos se profundizan, hasta terminar por ser la única razón de las conversaciones con los candidatos, a quienes antes que nada se les pide opinar sobre los energúmenos que los atacan. Las ideas... bien gracias, están descansando.
Justo es decir que no todo depende de la voluntad de quien pregunta. El político entrevistado tiene su cuota de responsabilidad y de incoherencia con sus intereses y de quienes intenta representar, al aceptarlo. Tratándose de representantes del movimiento histórico popular fundamental de nuestro País, este tipo de maniobras electoralistas ya debieran estar por comprendidas dentro de la “chicanería” empobrecedora de los debates que propone el enemigo. Sin embargo, como una especie de seguidismo incomprensible de las líneas de acción pseudo-periodísticas a las que se les conduce para beneficio de sus oponentes, una y otra vez caen en esas provocaciones armadas a sabiendas de la repercusión que sus palabras tendrán, considerando además la tergiversación que de ellas harán las bestias con patente de comunicadores.
De ese barro comunicacional, emerge el “son todos iguales”, primer escalón a la descalificación indiscriminada de “la política” como método. Con esa base, ya el hegemón mediático tiene parte de su tarea abonada para la pretendida destrucción del “populismo” que el Poder Real viene intentando hace décadas. El cóctel se completa con personajes mediáticos, artistas de poca monta y supuestos periodistas, de escasas neuronas pero profusa difusión, de cuyas bocas emergen solo diatribas y falacias incomprobables, pero suficientes para poner dudas sobre la trayectoria y la honorabilidad de los verdaderos políticos que los adversan.
Admitiendo que los brutos y las brutas son incorregibles, se debiera actuar en consecuencia, ignorando sus dichos e ignorándolos como representantes que son del odio y la subestimación del otro. Responder a sus palabras degrada a quien lo hace. Contestar cada insulto es un triunfo para quien lo profirió. Opinar sobre cualquier manifestación de semejantes patanes, disminuye la credibilidad de quien lo hace, pues aquel carece de toda entidad para generar siquiera alguna razón para su despreciable manera de actuar.
La capacidad de daño de los poderosos está atada a la incapacidad de oponérseles con una fuerza similar en lo mediático, es cierto. Pero aún con esa deficiencia, los líderes populares cuentan con la ventaja de ser auténticos, de poder mostrar una historia de hechos además que de palabras. Y es la unidad conceptual de esos hechos y esas palabras la que, en definitiva, trascenderá las mentiras programadas para destruirlos como representantes de la esperanza popular. La que nunca podrán matar, ni con el maquillaje farandulesco, ni con mil mentiras repetidas.
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