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Por
Roberto Marra
La
existencia de las clases sociales no es solo una cuestión definida
por filósofos o sociólogos. Es una realidad que se visualiza y se
vive cada día, en cada conflicto que involucre a personas de
distintas capacidades económicas, en cada muestra del lenguaje, de
la vestimenta, de los modos de comunicación de unos u otros, en los
actos que cada quien genera como identificación de su respectiva
impronta cultural. A partir de allí, los enfrentamientos son
inevitables, por la disputa de espacios y valores que terminan
manifestándose de diversas formas, algunas de ellas, violentamente.
La
fuerza es la medida de ese poder de dominación. Esto es tanto entre
las personas, entre los grupos, como entre naciones, donde se repiten
semejantes diferencias clasistas hasta el paroxismo de que un país
se arroga derechos sobre otros solo por sus capacidades económicas,
financieras o militares.
No
es de extrañar las aberraciones a las que asistimos cada día, donde
miles de seres humanos son arrojados a la muerte escapando de las
furias imperiales, o empujados por las miserias a las que son
sometidos por la aplicación de recetas donde el hambre es una
herramienta y el goce del “ganador” solo se puede soportar por la
también repugnante proliferación de odios clasistas, divulgados por
la otra imprescindible pata de ese sistema de exterminio masivo: los
medios de comunicación.
Matar
personas, como matar sociedades, no encuentran otro límite que las
necesidades de quienes poseen el Poder. La destrucción del ambiente,
como parte de semejante irracionalidad asentada en la ambición
ilimitada de unos pocos dueños de casi todo, no es más que una de
tantas formas de aplastar a los que pertenecen a las clases sociales
de “menor rango”, sin importar la sobrevivencia de la misma
especie humana con tal de mantener sus imbéciles privilegios.
Tanto
poder tienen, que hasta se dan el lujo de tener como aliados a parte
sus propios sojuzgados, convenciéndolos de hacer sus deberes de
sometidos para que, tal vez, en algún tiempo no especificado, logren
acceder a los beneficios ostentados por sus amos ideológicos y
económicos. Tanto arbitrio poseen sobre las otras clases que, siendo
absolutamente minoritarios en número, logran atemorizar a millones
de sometidos, aplastar rebeliones y generar el suficiente miedo
colectivo como para evitarlas. Así, los pauperizados por sus
devaneos financieros y sus recetas perimidas, suelen ser sus votantes
en las amañadas elecciones que “otorgan” cada tanto, dentro de
cánones impuestos por constituciones armadas para su eternización
en los gobiernos.
De
esas clases del Poder concentrado y sus adláteres del mediopelo
sumiso, surgen esas bestiales condiciones que después suelen
asombrar (falsamente) a quienes parecen no ver la realidad que
permanece allí desde hace demasiado tiempo. De esos sectores de las
peores calañas antisociales, imbuídos de las más rastreras de las
incapacidades de comprensión del mundo que los rodea, surgen quienes
se acostumbran desde chicos a manifestar sus desprecios de clase,
como herencia maldita de sus antecesores, tan viles y despreciables
como ellos mismos, tan oscuros y perversos como cada uno de los
integrantes de esos grupos de poder que dominan cada milímetro de
nuestras sobrevidas miserables, para el goce y la elevación de sus
obscenidades infinitas.
No
hay posibilidad de sorpresa alguna. No pueden atribuirse sus actos a
circunstancias o motivos ajenos a sus intrínsecas incapacidades
reflexivas. No hay causa que pueda jusificar sus aberraciones
gozosas, sus malversaciones de la justicia por imperio de sus
capacidades económicas. Sus golpes y sus patadas son nada más que
una de sus formas de mostrarnos quienes mandan, a quienes debemos
someternos, ante quienes rendirnos y para quienes pasar por esta vida
degradada, hasta el punto de no valer más que por la voluntad o nó
de los integrantes de esa putrefacta clase social dominante.
Es
falso que no se pueda modificar semejante engendro de la historia
social. Es solo un relato preparado para sostenerse en el tiempo,
creado por los antepasados de estos mismos energúmenos, como método
de disciplinamiento hacia sus dominados. Los poderosos están
sostenidos por una base de enormes dimensiones cuantitativas, las que
necesitan solo despertar del aturdimiento impuesto por el temor a
perder lo que nunca tendrán. El miedo deberá ser arrasado por la
fuerza del conocimiento de la verdad que explota en cada muerte
cotidiana, provocada por los violentos hacedores de todas nuestras
desgracias.
La
justicia social, atada al carro de los vencedores y sometida a sus
conveniencias, deberá ser rescatada y transformada por las víctimas
del saqueo material y del odio contumaz de los autores de tantos
crímenes permanentes, hasta lograr que hunda para siempre en la
derrota a todos los despreciables miembros de esa clase creída de
blasones autoimpuestos y noblezas indignas. Esa será la “patada”
mortal a sus poderes cobardes, el final insoslayable de sus odiosos
dominios y la auténtica venganza de los que cayeron bajos sus
aberrantes garras genocidas.
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