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La persistente
reaparición pública de Domingo Cavallo en medios de comunicación, como si nada
hubiera pasado, invita a revisar datos estadísticos y a comparar postulados de
política económica que siguen formando parte del debate nacional. La etapa en
la que al ex ministro se le adjudican sus mayores logros, en el primer gobierno
de Menem, arrancó en 1991 con una tasa de desocupación del 6,0 por ciento y
terminó en 1996 con un desempleo del 17,3. Es decir, en su mejor época casi
triplicó la cantidad de personas sin trabajo. El daño que ocasionó fue tan
severo que todavía no se alcanzó el punto de partida. Después de más de diez
años de curaciones sobre el tejido social, el desempleo bajó en el segundo
trimestre de este año a 6,6 por ciento. La corta pero también inolvidable
gestión de Cavallo como ministro de la Alianza en 2001 superó su propio record,
ya que la desocupación escaló a 21,5 por ciento. Es conveniente tener presentes
estos números cuando se lo escucha dar recomendaciones por televisión o a
algunos de sus antiguos colaboradores, hoy en puestos relevantes de la
oposición, como Federico Sturzenegger, miembro del equipo económico de 2001,
actualmente en el PRO, o Nadin Argañaraz, quien tomó la posta desde la
Fundación Mediterránea y ahora es el economista principal de José Manuel de la
Sota.
La catástrofe en el mercado laboral que dejaron las políticas neoliberales de Cavallo tuvo su correlato en la seguridad social. Los especialistas Miguel Fernández Pastor y Nora Marasco acaban de publicar un documento que analiza los paradigmas que guiaron la gestión en esa materia en la década del ’90 y de 2003 en adelante. El trabajo es oportuno frente a los movimientos zigzagueantes de algunos candidatos, que acompañaron fervorosamente las medidas de desprotección social y ahora dicen que mantendrán las conquistas alcanzadas gracias a las leyes que bastardearon cuando se debatieron en el Congreso. El cambio de posición se produjo sin que mediara autocrítica o reflexión alguna, lo que lo hace más sospechoso.
“La forma en que un
gobierno define sus políticas en seguridad social permite inferir su ideología.
No fue casual que en los ’90 se haya intentado hacer estallar esos sistemas en
América latina. Tampoco es casual que, en años recientes, numerosos países
hayan comenzado a recorrer un camino inverso, promoviendo planes que
paulatinamente fueron incorporando a personas expulsadas por las políticas de
fines del siglo anterior”, describen Fernández Pastor, ex funcionario de la
Anses y del PAMI y ex presidente de la Asamblea Permanente de la Seguridad
Social, y Marasco, quien también formó parte de esa asociación y fue consultora
senior del BID. La visión “economicista neoliberal” que primó hace dos décadas consideraba
a la seguridad social como un gasto, y desde ese lugar se explica que las
partidas destinadas a tal fin hayan entrado en la misma bolsa de erogaciones
del Estado pasibles de sufrir recortes. “El concepto que se le contrapone es el
de ‘inversión social’, que refiere a un contexto más amplio, planificado, que
tiene como objetivo alcanzar resultados a lo largo del tiempo bajo una idea de
proceso”, agregan.
La inversión en
seguridad social a partir de 2003 despegó de tal modo que la Argentina se convirtió
en el país que mayor cantidad de recursos le dedica en toda América latina. En
2014 representó nada menos que el 23,45 por ciento del PBI. Esto incluye los
siguientes ítems: jubilaciones y pensiones, pensiones no contributivas,
subsidio por desempleo, Asignación Universal por Hijo, Progresar, Conectar
Igualdad, programas del Ministerio de Desarrollo Social, riesgos del trabajo,
caja policial, instituto de ayuda financiera de la Fuerzas Armadas, cajas
provinciales, municipales y profesionales, obras sociales sindicales, obras
sociales provinciales, PAMI, salud pública nacional, provincial y municipal,
seguros médicos y gastos en insumos médicos. Los datos aparecen recopilados en
la investigación de Fernández Pastor y Marasco, “La inversión social en América
latina y el Caribe y el gran debate de la seguridad social en la Argentina”.
Una de las
conclusiones que allí figuran es que la mayor inversión en seguridad social no
se contrapuso al crecimiento de los salarios de los trabajadores en actividad
ni perjudicó la generación de empleos, como advertían sectores de la oposición
y cámaras empresarias. “Por el contrario, favoreció la distribución de la
riqueza y potenció la generación de la misma”, dicen los autores. También
sostienen que “es falsa la afirmación de que una inversión creciente en
seguridad social implique, inexorablemente, el desfinanciamiento de las cuentas
públicas, ya que quedó demostrado que los ingresos percibidos por quienes más
necesitan las prestaciones se vuelcan en su totalidad y rápidamente al consumo.
Por ende, se logra que los recursos invertidos regresen al sistema de seguridad
social por el mayor nivel de actividad económica, que tiene un efecto directo y
positivo sobre la recaudación impositiva, una parte de la cual se destina al
financiamiento de la Anses. Se genera así un círculo virtuoso que ha permitido
mostrar cuentas equilibradas, e incluso superavitarias, en el organismo a lo
largo de todos estos años”.
Lo opuesto ocurrió
entre 1990 y 2002, cuando se produjo un enorme agujero fiscal por la rebaja de
aportes patronales a la seguridad social, con el argumento de que eso
promovería el empleo. Como se indicó al comienzo, esas políticas terminaron con
una desocupación record. La otra gran causa de aquel déficit –cubierto con enormes
volúmenes de endeudamiento estatal– fue la privatización del sistema
previsional, dando origen a las AFJP. El combo se completó con una disminución
de la participación en el salario de las asignaciones familiares, la
desregulación de las obras sociales, la masificación de los seguros médicos y
la transferencia de los servicios sociales nacionales a las provincias. “El
resultado de la aplicación de estas medidas desembocó en una fuerte disminución
de la cobertura tanto previsional como de salud”, recuerda el documento.
La Argentina presenta
en la actualidad el salario mínimo y la jubilación mínima más elevada de la
región. Con datos a 2014, que no han variado sino que más bien se profundizaron
este año, el salario mínimo era en el país de 551 dólares, frente a 405 de
Uruguay, 360 de Chile, 280 de Brasil, 263 de Colombia y 236 de Perú. En el caso
de la jubilación mínima, la de Argentina se ubicaba en 420 dólares, la de
Uruguay en 287, la de Brasil en 280, la de Colombia en 210, la de Chile en 139
y la de Perú en 130. A su vez, la Argentina es el país con mayor cobertura
previsional de América latina, acercándose a un ciento por ciento gracias a la
última moratoria. En cuando al índice Gini, que ubica la igualdad perfecta en
cero y la desigualdad absoluta en uno, la Argentina tenía el año pasado 0,367,
Uruguay 0,380, Perú 0,460, Chile 0,503, Brasil 0,526 y Colombia 0,538. “Los dos
países que muestran los mejores indicadores son quienes, a su vez, más
invierten en seguridad social y salud, Argentina y Uruguay”. A la luz de estos
datos, queda claro que “el crecimiento económico no solo no es incompatible con
una inversión social importante, abarcativa y universal, sino que es justamente
uno de sus orígenes y su elemento dinamizador”.
*Publicado en Página12
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