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Set es una polifacética palabra
de tres letras. Pero su pegajosa consistencia la hace una palabra escurridiza.
Se utiliza en informática; es también el nombre de una deidad egipcia, es
familiar para los adictos al tenis, y habitualmente nos hemos acostumbrado a
llamar así al piso donde se realizan las filmaciones de televisión. Pero
también decirle “piso” al estudio de televisión entraña cierto forzamiento,
pues implica un nombre genérico para denominar una cosa muy específica. Así,
una palabra de significado múltiple, se transforma en una palabra
singularizada. Rápida y ufana transferencia. La aceptamos como lo hacemos con
toda clave que identifica el lenguaje notorio de un grupo profesional
específico. Pero ya sea que digamos set o piso, entendemos que se trata de un
territorio ilusorio, donde el tiempo se da de manera evanescente y se sostiene
con un juego dramático de reglas que a todo televidente le aparecen obvias.
Pero no lo son. Dicho de otro modo, son los soportes cifrados para aludir a los
estudios de televisión, que mantienen la ilusión de la obviedad y son lo más
difícil de desentrañar respecto de qué realidad representan o aluden. La
palabra estudio no ha desaparecido, pero ha resignado en mucho la clave que le
permitía explicar más la lectura de un libro sobre Keynes, que la fuente
emisora de un programa de televisión.
Lo que nos faltaba saber es que desde ahora la expresión set puede
tornarse una medida moral, una cápsula de investigación de las vidas con un
enorme poder sancionatorio. El set ya era un tribunal que impartía justicia
rápida, proporcionaba breviarios morales y proponía la palabra escándalo para
diseminarla sin límites, a partir de un astuto doblez. Pues con este recurso al
mismo tiempo que se condenaba la sordidez y el despropósito, también se los
promovía. Todo lo que cayera en sus dominios: corrupción política, infidelidad
conyugal, crímenes públicos o privados, accidentes minúsculos o mayúsculos,
abigeato nocturno, extravíos pasionales o prodigios de la naturaleza animada o
inanimada (“créase o no”), se convertía en una materia prima que para proliferar
se basaba en un doble atractivo. Por un lado, la pérdida de la noción de
prueba, lo que inauguraba un nuevo período en la historia de las comunicaciones
de masa, pues la sola visibilidad ya se constituía en un contrato de creencia.
Por otro lado, la anulación de las cadenas de causalidad, esto es, toda imagen
en tanto más virulenta se presente y con mayor potencia conmocional, reclamará
menos verificaciones conceptuales, históricas o experienciales.
A esto se le agrega la inversión de la amenaza, puesto que si la
sospecha generalizada lograra extenderse sobre todos –pues cualquiera puede ser
acusado de asesinato–, el dispositivo acusador recurre permanentemente a una
hipótesis extrema, cuyo sabor intimidatorio se extrae de remotos tácticas
terroristas: “Me quieren matar”. El mundo escindido que así se traza entre
asesinos denunciados y denunciadores perseguidos tiene alcances muy amplios, y
se convierte en un recurso básico de lo que llamamos “la ideología del set”. Es
cierto que esas escenas de estudio televisivo tienen diversos valores y
perspectivas, y cada una puede debatir con las demás, siendo por otro lado,
sumamente heterogéneas. Pero hay un punto encumbrado del set, cuando prefigura
escenas de enjuiciamiento y consigue arribar a sus máximos triunfos. Los
volvemos a indicar. La capacidad de volcar su energía basada en la omisión de
prueba, en la anulación de los nexos de causalidad y en la acusación del
acusador respecto a su propia muerte prefigurada. Todos estos materiales
contienen un condimento explosivo que se muestra también en la facilidad del
set para anexar domicilios particulares que son prolongaciones de su ideología
y aparecen como su validación postrera.
Este es el caso del domicilio de la doctora Carrió, que por un lado
fue percibido de inmediato como un local de filmación de los dichos de un
criminal (y esto fue así porque es un domicilio escénico, es un conocido
apartamento que pertenece de manera inmanente a la red tentacular del set),
pero como luego se dijo, todo lo registró un escribano, y sin dejar de llamar
la atención el modo en que el set englobó o confiscó un domicilio particular,
la materia que se promovía esencialmente, que era la culpa del Estado,
necesitaba de esa alianza entre el lugar de emisión oficial y el lugar de
emisión conexo. Y necesitaba, sin duda, que todo esto se sepa. Porque el motivo
de esta alianza entre el set público y el set particular, es redoblar la idea
central que sostiene: la idea del asesinato de Estado, o del Estado asesino.
Esta es una variante eminente del más avanzado confín del individualismo
capitalista cuya residencia no es pública ni privada (está más allá del canal,
más allá del hogar), sino que la encontramos en su propio cuerpo terrenal
rimbombante, simbólicamente nutrido de una única materia: la justicia con
supresión de prueba y el mundo cotidiano con su espesura aniquilada y expulsada
de la causalidad compleja.
Aquellos cuerpos son sostenidos enteramente por dentro y por fuera por
la inmediatez visual, o mejor dicho, por una impetración visual. Porque ya no
sólo es la imagen en su reiteración serial que se universaliza sin escalas.
Sino que es la imagen convertida en plegaria y solicitación. Ya no sólo es la
insistencia. Sino la imagen como rezo. Pero un rezo que toma de éste más la
reincidencia ritual que la rogativa íntima; es un rezo no para la salvaguarda
común sino para imputar lo más grave y a la vez lo más inverosímil. Y así ir
demoliendo los obstáculos que los atinadamente incrédulos oponen a estas
devastaciones mentales.
Sobre todos estos ingredientes se halla instalado al reinado del poder
de lo Unico, de ese signo persecutorio de la operación visual que ya es
probatoria por el mero hecho de su performance exhibicionista. Dictamina
culpabilidades por el solo hecho de exteriorizarse. Es el gesto catastrofista
heredado del gran folletín, por el cual está vigente una conspiración (una
“hidra”, se decía en los viejos tiempos de la guerra fría) que reclama del
comunicador salvador y de la hechicera advertida, para nuestro rescate. Pero
por esta vía alejan cada vez más al mundo social real del reconocimiento y
solución de muchos de los problemas que denuncian. Al compás de los mandobles
de sus fantasmagorías, la existencia concreta se desmaterializa y se hace
culpa. La ideología del set menciona reales problemas. Que no los jerarquiza
adecuadamente ya lo sabíamos; ahora también sabemos que en cada uno de sus
señalamientos, los problemas se convierten en sustancias mágicas que se alejan
de la conciencia ciudadana. Tanto más postula sus enmiendas morales, la
ideología del set se aproxima al despeñadero de la demagogia, a la alucinación
de los vanidosos y a los embrujos de utilería.
* Sociólogo. Director de la
Biblioteca Nacional.
Publicado en Página12
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