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La
vida se hizo penosa en la ciudad de Buenos Aires. De agitada pasó a
insultante. Una mirada de penuria puede abarcarla según emprendamos
ciertos recorridos tradicionales. Llegamos por ómnibus a la terminal de
Retiro. El itinerario inmediato ofrece a la vista una suma de
precariedades existenciales que no consiguen disimularse con los grandes
emprendimientos tecnológicos de los alrededores. Se ingresa a la Ciudad
por la mencionada vía de los ómnibus de media y larga distancia, y nos
recibe la Villa 31. Es una Ciudad completa, una metrópolis con
callejuelas medievales y fuerte especulación inmobiliaria capitalista.
Una pobreza cuya savia vital es el ingenio para la sobrevivencia.
Pequeños cubos apilados de ladrillos que parecen pegados con plastilina
desafían la imaginación del viandante y su propia noción de equilibrio
físico, si no fuera porque se sabe que los habitantes que construyen
esos minibloques, apiladas cajitas de la existencia menguada, son sus
propios albañiles, bruñidos en el oficio latinoamericano de construir
periferias favelizadas. No es diferente en Río, Caracas o San Pablo.
Varían en esos asentamientos las tradiciones generacionales, los flujos
de llegada, el tipo de organización, el trabajo social de entidades
públicas y la existencia de cadenas de ilegalidad en el comercio de
variedad de elixires y pócimas asociadas tanto con el placer como con el
peligro, con los paraísos artificiales como con la violencia. La
palabra eufemística “grupos organizados” no permite, sin embargo,
desconocer la forma clásica de injusticia que allí habita: es la del
trabajador vilipendiado, sometido al goteo de masacres cotidianas
alojadas en los poros de una sociedad entera, sobre la que se recortan
esos frágiles rascacielos de hojalata. Ha pasado más de medio siglo
desde que Bernardo Verbitsky escribió Villa Miseria también es América.
La expresión suena ahora ingenua, la pobreza clásica se hizo cartonera,
se la vistió de uniforme, salió de la ciudad oculta como la forma más
descalificada del acto laboral, al mismo tiempo que una resignación ya
establecida la convertía en un enclave visible pero en verdad nunca
totalmente visto en su desesperanza.Las villas miserias son metáforas vivas de la ciudad real, el otro polo de la Argirópolis de Sarmiento, pero con su civilización en estado de lucha, fundada en la mera mostración de cómo la erosiona la explotación vil y cómo succiona una ilegalidad que sería seductora si no fuese indicio del modo en que también son golpeadas las vidas, infamadas por la propia ciudad marginal, que construyen sobre las huellas de la ciudad real. Una metrópolis de juguete cuyo reborde trágico aún memora en último estertor de la vida del padre Mugica. Ellos son la ciudad utópica, nuestra paraguayeidad y bolivianidad latinoamericanas dentro de una “metrópolis” que dista cada vez más de la polis democrática que debe recibir este nombre. El tango fue refutado: no reina del plata; la etimología griega también: no ciudad madre de ciudades. Son contrapuntos que le son a Puerto Madero como el capitalismo villero urbano le es al capitalismo urbano suntuoso.
Luego el caminante o el automovilista puede explorar con su mirada absorta la destrucción del viejo paseo público, la Avenida 9 de Julio, en nombre de un pensamiento mecánico, más apropiado a la vieja película Metrópolis (Fritz Lang, 1925) que al habitar aceptable. Habitar que puede ser rudo pero no sin que se presente en él, aunque sea fugazmente, una dialéctica conciliatoria con el equipamiento urbano. Aquí no, impera el constructivismo pretencioso, virulento, serializado, convertido en una ingeniería de cuerpos que igualan el transitar a una cinta de montaje y vagones de carga. La Ciudad sin fábricas tendrá en la 9 de Julio un trasbordador fabril, un metrónomo sin música. En vez de paradas de colectivos, la obligatoriedad de un andén o un muelle. No avenida, no paseo, no viaje, no árboles. Fondeadero.
Si uno transita por la estación Chatelet en París puede llevarse una impresión semejante, un cruce de destinos que prometen el oscuro encanto de una multitud que se dirige a múltiples direcciones. Es patria subterránea, de una ajenidad que nunca se subleva. La Avenida 9 de Julio, cuyo obelisco fue criticado por los porteños viejos por su aire geometrizante, su punta insípida y trivial, su alusión inocentemente pornográfica, tardó años en ser absorbido por la Ciudad. Podemos definir una ciudad, entonces, como un mecanismo de absorción, lento y gradual. Una modesta comilona generacional de calles nuevas, estaciones recientes, túneles bajo rieles, bares de moda. Pero aquí no hay hipótesis de absorción, de lenta acumulación sedimentaria, como lo debería ser toda ciudad. Se tarda mucho en conocerla, en aceptarla, en sacarla de la condición de suma de ghettos, en soterrar vías, y se tarda poco en hacer de un cine un templo, de un baldío un supermercado, del rosado almacén de la esquina, un locutorio. Lo nuevo fenece rápido y una vieja tienda puede dar lugar a efímeras cadenas de quincallería que incluso puedan ofrecer el nombre de Clandestine y el más cómodo de Polirrubro.
Incluso las bicisendas, palabra con remoto sabor aventurero, cuestan ser aceptadas sin que dejen de ser una futura buena idea. Pero las nuevas señaléticas, que al menos han sacado la publicidad que otro intendente puso encima de los nombres reales –una calle podía llamarse Carabobo por debajo y Farmacity por arriba–, no impiden que se esté gestando un ensayo general de ciudad antagónica a los hombres, digresiva respecto del habitar, cercada por sitios artificiosos, réplicas falsificadas de otras memorias urbanas célebres, bares temáticos que son presa de abusos narrativos que descienden por vía directa de gastronomías de la globalización, desahuciadas de la gentil permanencia que supieron conocer antiguos frecuentadores del bar Ouro Preto o incluso en lo que queda del Tortoni. Y David Viñas en La Paz. “Todo ha muerto, ya lo sé.”
La Ciudad está sin gobierno, y ésta no es una frase política. Tiene señalética pero no señales que digan que hay una razón política que la conduce. Cuando París fue remodelada por Haussmann, abona un propósito político y otro estético. En los dos casos la ciudad se resentía, aunque el tiempo y una arquitectura prudente en su espíritu terminaron consumiendo galantemente el engendro. ¿Pero qué pasará con la Avenida 9 de Julio? Han introducido los carriles de una barbarie circulatoria. Una ciudad sin un pensamiento urbano no es una ciudad. No digo que una ciudad deba ser apenas producto del planificador, del ingeniero en materiales y del diagramador de la eliminación de sus detritus. Digo que una ciudad es un equilibrio entre su orden demográfico, su productividad de servicios y su democracia habitacional. Su Plan no consiste en aniquilar su paisajística, zonificar imitando a Tokio o a Amsterdam, sino convertirse en una ciudad latinoamericana moderna y cosmopolita, sin fronteras políticas con la circundante región metropolitana, más allá de las que indique el trazado administrativo correspondiente.
Hay que pensarla sin sus banales símbolos de clase, al tiempo que cuidar el patrimonio heredado de las elites urbanizadoras entre 1880 y 1930 –el puerto, las diagonales, el Colón, el Congreso, las terminales ferroviarias–, pues ni se trata de abandonar los viejos hierros de la revolución industrial –el menemismo quiso hacer un shopping en la estación Retiro– ni de crear cercamientos culturales sin tejer hilos internos entre ellos, entre el Bafici y Villa 31, entre su red de museos y sus formas culturales vivas, muchas de las cuales subsisten en antiguas asociaciones de barrio, de olvidado sabor vecinalista.
Ya cambiar los viejos vagones del subte A fue un canje desfavorable entre historia y confort. Derrocar el carácter de paseo público de la Avenida 9 de Julio –lo que ya implicaba un racionalismo urbano junto al edificio Comega y su antecedente, el agraciado Kavanagh– implica el modesto sadismo de quienes no se animan a hacer planeamiento urbano sobre el automóvil individual, y el consiguiente desequilibrio que en los derechos de circulación se introducen sobre el territorio que debe ser regido por la imprescindible producción colectiva de transporte público. Sin duda, antiguos teóricos de las ciudades se equivocaron al considerarlas tan sólo ámbitos de reproducción de las “fuerzas colectivas”: trabajo, capital, transporte. Pero como también todo eso lo son, es necesario contemplar la Ciudad con otras consideraciones no meramente reproductivas (lo que lleva a verlas como objetos rentísticos o impositivos), sino generadoras de ciudadanías heterogéneas e interconectadas por un saber urbano que no está mal llamar utópico, alimentado por la idea de plaza pública no cercada, circulación descentralizada, respeto paisajístico, apego patrimonial colectivo y justicia distributiva de la renta urbana.
Una investigación rigurosa sobre la renta urbana debe ser precedida por el cálculo proveniente de asignaciones de derechos colectivos fundados en el urbanismo democrático, respecto del uso de las estructuras y equipamientos públicos. Los regímenes impositivos no pueden desaprovechar las experiencias participativas, la ley debe considerar como no foraneidad la de los usuarios de los servicios que no habitan en ella. Implica esto una reconstrucción política del concepto mismo de habitante: ciudadano más “urbanita”, es decir, alguien que socializa lo que usa de la Ciudad y se socializa él mismo, a la manera de un pacto roussoniano, recibiendo de la polis en tanto individuo la totalidad de acontecimientos en los que el conjunto participa libremente.
Esto rige especialmente para los actuales dilemas de las grandes líneas de transporte ferroviario que provienen de la periferia. Me pongo como individuo y hago la experiencia colectiva de un viaje donde me recibo democráticamente de muchedumbre pasajera que llega animosamente a un destino, donde se me devuelve la idea de viaje personal. Pensar la Ciudad no significa cambiar lotes enteros de árboles por tres minutos de tiempo que se gana en la circulación. ¡Pobre 9 de Julio! El tiempo de esta Gran Avenida es otro: era un tiempo basado en un aire que tiene rango de amable sudestada y no de ineficaces pragmatismos, además de inconsultos.
Hoy, tremendas leyendas recorren el subconsciente urbano y hay un goce secreto que produce la vida del miedo, el melindroso llamado a las policías científicas y sus cámaras de seguridad numeradas, esa comedida CIA porteña, con su otro polo expuesto en el tic de horror que se desprende de palabras como Ceamse. Pobre destino para una ciudad que fue sede de los grandes eventos que conmovieron socialmente a la vida argentina. No dejará de serlo, pero por el tamaño de sus dilemas, por las decadencia vital originada en un gerenciamiento que disfraza su adocenamiento con túnicas de modernidad, se la pone en una situación tal que no sería absurdo hacer nuevamente la siguiente pregunta. Si en un tiempo muy próximo no habrá que tratar otra vez la mudanza de la capital. Sería el kairós, el supremo momento de Buenos Aires, con su otro nombre y trasladando muchas de sus funciones. La oportunidad de remover los obstáculos que ella misma se ha inferido. País adentro. Con otros acuíferos, nuevas estatuas depositarias de múltiples historias y la esperanza urbana renovada.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
Publicado en Página12
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