lunes, 22 de julio de 2013

LAS ENSEÑANZAS DE EUROPA

Por Alejandro Horowicz*
 "La historia se ha visto disuelta durante bastantes 
siglos en la superstición, disolvamos la superstición en la historia."
Karl Marx
El 14 de marzo de 1883, hace 130 años, muere el autor de El Capital, texto donde pensó como nadie la naturaleza histórica de la sociedad contemporánea. La socialdemocracia alemana, que lo tenía como referente, le rinde homenaje como parte de una tradición internacional. Federico Engels, su albacea intelectual y amigo íntimo, pronuncia un sentido y brillante discurso fúnebre. Al otro miembro del selecto partido de dos, como jocosamente denominaron su inquebrantable alianza, la amistad no le nublaba el entendimiento. Comprendía, entonces, que uno de los cerebros más potentes y sugestivos del siglo XIX había dejado de funcionar. Aun así el entierro conserva un cierto aire doméstico, y los gastos –como buena parte de las cosas en vida de Carlos Marx– corren por cuenta de Engels. Un modesto cementerio, por aquel entonces en las afueras de Londres, Highgate, en un emplazamiento discreto, guardó sus restos. Y todos los años fieles del mundo entero peregrinaban hasta su tumba. Era una tradición socialista espontánea que no contaba con el boato del poder. 
Londres creció, y Highgate terminó siendo una estación del tube, subterráneo; antes, la Revolución Rusa irrumpió en el siglo XX, en Octubre del año 17, y Marx conquistó por cierto tiempo los oropeles del Estado. No sólo hubo avenida Carlos Marx en todas las ciudades del socialismo real, con los consiguientes monumentos realistas, sino que José Stalin ordenó a los comunistas británicos la construcción de un mausoleo acorde con su estética política. La vieja tumba no bastaba, no guardaba las debidas proporciones, por tanto, el Partido Comunista de la URSS resolvió cambiar el emplazamiento y ubicar la tumba en un camino central. 
El realismo socialista hizo de las suyas, y un busto zafio coronó –como pica en Flandes– el poder oriental del "padre de los pueblos". Y todo izquierdista que se preciara, si pasaba por Londres, se sacaba una foto al lado de la tumba del deificado contra su voluntad. Si algo detestaba Marx era precisamente la liturgia oriental. 
Eso no fue todo, dirigentes comunistas de colonias del Imperio Británico adquirieron –a expensas de sus organizaciones, claro– lotes para enterrarse en las proximidades del muerto ilustre. Un nuevo cursus honorum, orientado por la momificación de Lenin en 1924, quedaba grotescamente constituido. Y esa tradición de la nomenclatura, descascarada se hundió junto al Muro de Berlín, en 1989.
Londres posee otras tradiciones. En la entrada del Parlamento una estatua impera en la ciudad donde la historia asume la forma del bronce: el jefe de los cabezas rapadas, que venciera con el ejército del Parlamento al buen rey Carlos, con gesto de tribuno plebeyo recibe a turistas y parlamentarios. Lord Cronwell encabezó una revolución que sometió definitivamente a los reyes; el flamante método histórico permitió la invención de un nuevo orden político, y las monarquías absolutas recibieron de su mano un golpe del que no se recuperarían jamás. Cronwell fue apenas el comienzo; después, la Revolución Francesa con los instrumentos del terror desparramó, a su modo, por la vieja Europa la notable novedad.
Claro que no sólo Cronwell tiene cabida en la tradición oficial británica. El monarca que perdiera literalmente la cabeza a manos del Parlamento es recordado en el mismo edificio, al igual que el juicio que lo tuvo por protagonista y víctima. Una losa rememora el lugar donde el monarca se paró para defenderse, primero y escuchar, después, la sentencia final. ¿Un recordatorio menor? De ningún modo: sus sucesores dinásticos jamás volvieron a enfrentar al parlamento. 
No fue la única vez que una revolución mató al rey. En Francia, Robespierre se reservó –ante similar cuadro histórico– el papel de acusador. Recordó, en 1793, el argumento de Saint Just y votó la pena de muerte para el ciudadano Luis Capeto. Conviene repasarlo: Este no es un juicio, afirmó; si lo fuera Luis podría ser inocente, y la Revolución resultaría culpable. Como la Revolución no puede serlo, mientras la victoria la acompañe, Capeto no puede ser inocente. Dicho con otra fórmula canónica: Ningún rey es inocente nunca para ninguna revolución. 
Eso es hablar claro. Una diferencia no menor separa la tradición histórica francesa de la inglesa: No hay estatua de Robespierre en París. Por el contrario, cerca del Parlamento, en las proximidades de los Jardines de Luxemburgo se puede visitar la tumba de Napoleón. El hombre que clausuró la república e inauguró el Imperio goza todavía hoy de un enorme prestigio público. Es un modo de opacar la Revolución y subrayar la presencia de Francia en el mundo. Pero no sólo, también constituye la diferencia entre la inclusiva tradición inglesa y exclusiva tradición francesa, de vencedores y vencidos, hermanos y herejes, de la que descendemos los sudamericanos y casi todos los demás.
Los alemanes, cuya escueta tradición revolucionaria dejó menos huella que la derrota de todas sus intentonas, recorren idéntica cornisa. En la puerta de Brandenburgo, en el centro de Berlín, un cartel recordatorio en inglés y alemán permite conocer las peripecias de tan caracterizado lugar. Con escrupulosidad germana los últimos 200 años son repasados, y cuando es posible, cuando existen documentos, fotografiados. El año 1945 recuerda la destrucción de Berlín, vista desde la entrada de Brandenburgo. Un pequeño detalle se omite: los desfiles nazis, las banderas pardas flameando desde el capitel superior de las gigantescas columnas. El Mercedes Benz del führer, en medio de la multitud rugiendo sus consabidos "Heil", así como los brazos en alto de la guardia corps –munidos de brazaletes idénticos rojos y negros– devolviendo su hipnótica mirada. La foto que la propaganda alemana y las películas de Hollywood repitieron hasta el hartazgo, no integra la documentada galería alemana para turistas. ¿Una falsificación histórica o un problema?
La buena fe impone aceptar que se trata de un problema. Si la foto de Adolf Hitler estuviera hoy en el cartel que relata la historia de la puerta de Brandenburgo, mi incomodidad personal no sería menor. Esa es la cuestión: si está resulta insoportable; si falta, remite al silencio cómplice.
¿Cómo resolverlo?
Decir la verdad es revolucionario, sostuvo Antonio Gramsci con sencilla exactitud. Hay verdades insoportables, como Auschwitz; ahora, no es ignorándolas que se cambian las cosas y, por mucho que nos disguste, Hitler forma parte de la tradición europea. Vale la pena subrayarlo, europea, no solo alemana.
Pero Berlín posee otras tradiciones, la de los jóvenes contestatarios es una de las mejores. El 7 de junio del 2010 Angela Merkel anunció el ajuste alemán. Al día siguiente, miles de adolescentes y veinteañeros, en compañía de un puñado de adultos, recorrió la ciudad en defensa de la educación pública. Los conservadores de todo el mundo cuando tienen que elegir entre sostener el presupuesto universitario o pagar la deuda contraída con los bancos, jamás dudan. Eso no les impide rescatarlos cuando tambalean. Puede tambalear el mundo, los bancos no. Todo el pasado conservador remite a defenderlos. Y los que no están comprometidos con ese pasado y por eso son jóvenes, marcharon detrás de una pancarta donde se leía: "Wikipedia no se escribe sola". Eso es entender. ¿Qué es Wikipedia sino la utopía de la enciclopedia total, pero infinita, heterogénea, donde todo el saber cabe? Los jóvenes educados en la revolución informática entienden que sin educación pública no hay Wikipedia, no hay saber colectivo. Y lo demás, todo lo demás: humo. Ahora bien, ese es el humo que hoy destilan las chimeneas de la historia. Por eso Europa sólo remite al pasado, y muy difícilmente ilumine nuestro porvenir. 

*Publicado en Tiempo Argentino

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