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Por Sandra Russo*
El 29 de octubre de 2009, en el Salón de las Mujeres de la Casa Rosada, la Presidenta anunciaba el decreto por el cual se creaba la Asignación Universal por Hijo. Uno ve la foto de ese día y lo primero que salta a la vista es el rosa viejo de su trajecito. “Si yo les dijera que con esto terminamos con la pobreza sería un ejercicio de hipocresía o de cinismo. El que piensa que con eso se erradica la pobreza está mintiendo, a sí mismo o mintiéndoles a los demás, y la verdad es que ése nunca ha sido mi fuerte”, dijo esa tarde CFK. La crisis financiera internacional que había asomado en 2007, con epicentro en Wall Street, ya entonces aparecía imparable. Un mes antes, la Presidenta argentina había hablado en la ONU y había dicho que no era ni este país ni esta región la que tenía que tener un “plan B”, sino los países centrales, donde empezaban a estallar una tras otra las burbujas hipotecarias, divorciadas de la economía real. De hecho, desde el desendeudamiento y la libertad política que implicó esa decisión, parte de la región ya aplicaba su propio plan alternativo al que recomendaba y sigue recomendando hoy el FMI.
Aquí eran los tiempos del Grupo A, después del punto y pico que le
sacó De Narváez a Kirchner con el impulso del “votame, votate”, y su
conocido cierre de pedicuría. La oposición, después de una campaña
mediática obnubilante que ya permitía leer que eran las corporaciones
las que se expresaban a través de la dirigencia opositora, había podido
construir su propia mayoría parlamentaria. En dos años, no la usó más
que para obstruir los proyectos oficialistas, hasta el Presupuesto, pero
no pudo ponerse nunca de acuerdo para avanzar con iniciativas propias.
A pesar de las palabras explícitas del discurso presidencial, que
presentaba la AUH como un paliativo para aliviar la situación
desesperante de los sectores que seguían excluidos del mercado de
trabajo formal, en los diarios del día siguiente algunos diputados
opositores salieron a decir que “hemos obligado al Gobierno a admitir
que hay pobreza”, o a declarar que “esto va a aumentar el clientelismo”,
pese a que la AUH fue concebida como una universalización de la
asignación familiar y eliminó las chances punteriles. Los diputados
opositores también se quejaban de que la medida se hubiera tomado por
decreto, como si el Congreso ese año no se hubiese convertido en un
frontón en el que inevitablemente rebotaban los proyectos del Ejecutivo.
Como quizá no se recuerde y es bueno recordar, la Asignación
Universal por Hijo no tuvo en la dirigencia política, en un comienzo, a
sus principales detractores, sino a lo que entonces se llamaba
“periodismo independiente”. Lo que hasta cierto momento se llamó
“periodismo de servicio”, que consistía en difundir de manera clara
información útil para los ciudadanos, fue tragado por un periodismo de
denuncia permanente que insistía hasta en recomendar que los
beneficiarios no se acercaran a las sedes de Anses, porque los trámites
según ellos eran “muy engorrosos” y las colas eran “infernales”. No era
cierto. Después, como la Asignación provocó un inmediato aumento en la
matrícula escolar, los medios concentrados se dedicaron a no mostrar a
la AUH como una reparación con virtudes colaterales, como el ingreso de
miles de niños a la escolaridad, sino problemas en las aulas, o falta de
pupitres. En la política, tardarían un poco más en llegar las críticas
que se basaron en una concepción despectiva y racista de los sectores
populares, afectos según algunos a las canaletas de todo tipo, e
integrados por “pibitas ignorantes” que se embarazaban para cobrar “la
platita”. Ahora, en la campaña que atravesamos, esa mirada antipopular
ha quedado circunscripta a pocas voces, como la del PRO y las de la
dupla de Francisco de Narváez y Hugo Moyano, que han subsumido a la AUH y
al cooperativismo del Plan Argentina Trabaja en lo que ellos llaman
“planes Descansar”.
La AUH constituye hoy un piso casi modélico de lo que no tiene
marcha atrás. No obstante, en lo que parece ser la gran pregunta que los
que quieren preguntar no hacen –no sólo cuáles son las propuestas sino
cómo las van a financiar, tocando qué intereses–, incluso quienes
enuncian que mantendrían la AUH insisten en no admitir que fue la
recuperación de los fondos previsionales –cuya idea e impulso la
Presidenta le reconoció explícitamente al vicepresidente Amado Boudou–,
la que hizo posible esa política de Estado. Una y otra cosa formaron
parte de un mismo proceso, una misma concepción del Estado y un mismo
rumbo de recuperación de los sectores populares.
En aquel discurso de noviembre de 2009, CFK dedicó también un
párrafo a explicar de dónde se sacarían esos casi 10.000 millones de
pesos que implicó el lanzamiento de la AUH. “Bueno es decirlo también,
por qué lo podemos hacer, por qué lo podemos financiar. Porque también
decidimos en algún momento que los recursos de los trabajadores deben
servir a los trabajadores y a los que todavía no han conseguido trabajo.
Si hubiéramos dejado esos recursos en manos de las administradoras de
pensión, como estaban, seguramente estos 9965 millones se hubieran usado
para pagar comisiones, sueldos de ejecutivos y tal vez algunas cosas
más”, dijo. La estatización de los fondos previsionales regía desde
hacía menos de un año, y ése había sido otro cantar. La polvareda había
sido feroz. Entre otros, habían votado en contra la UCR en pleno, la
Coalición Cívica –cuyo jefe de bloque era Adrián Pérez, hoy en el Frente
Renovador– y el peronismo disidente. Del lado de adentro del Gobierno,
la decisión también había encontrado reparos. Entre ellos, el de Sergio
Massa.
“Las medidas del Gobierno no son para mejorar el sistema jubilatorio
sino para saquear los fondos de los jubilados y hacer caja”, decía
Elisa Carrió según el diario Clarín del 21 de octubre de 2008. “La plata
ahora la va a manejar Kirchner, que es el que manda”, opinaba el
senador Gerardo Morales. “No se puede confiscar la propiedad privada”,
se exaltaba Federico Pinedo. Después de 14 años de la aberración que
fueron las AFJP, a nadie se le pasaba por la cabeza que lo que había
sido un negociado impudoroso por parte de los bancos y las aseguradoras
podía transformarse en la asignación cuyo embrión puede rastrearse en la
consulta popular que llevó adelante el Frente Nacional contra la
Pobreza (Frenapo) –integrado por numerosos sectores de la resistencia de
los ’90, que con el tiempo se dividieron en K y anti K–, unos días
antes del estallido de 2001, y que reunió casi tres millones de votos.
Esa enorme voluntad de reparación al desquicio neoliberal poco después
se esfumó, se escindió, no tuvo liderazgos y quedó fuera de la agenda de
la oposición que hoy dice que “hay cosas que están bien” y que “hay
cosas que están mal”. Lo que no dicen es que esas cosas que “están bien”
costaron peleas que ellos no dieron ni darían, porque en 2008 y 2009 el
eje pasaba, como ahora, por la democracia o las corporaciones.
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