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Verduguear
a los que se movilizan en contra del gobierno porque andan flojos en
ideología y de representantes que se la organicen o escriban, se ha
vuelto una chicana que ha perdido la gracia. Verduguear a los políticos
(los exégetas de esa ideología), que marchan codo a codo con ellos,
sumergidos en un pastiche digno de Capusotto, ya es como robarle un
caramelo a un pibe. Apagadas las burlas, ahí están, existen, se reúnen,
gritan, demandan, exigen y parecen saber lo que buscan, y por lo tanto
vale la pena tratar de entenderlos. ¿Pero qué buscan? ¿Buscan lo que
dicen que buscan o buscan algo que ignoran?
Siempre que alguien se queja está defendiendo un derecho, o lo que
supone un derecho. Desde la queja más elemental (porque hace frío, por
ejemplo, evoca el derecho a vivir en un clima menos hostil), hasta la de
los simpáticos e inconsistentes indignados, la queja es la búsqueda de
un derecho negado por los caprichos de la historia (y por los hombres
que la escriben), o el pedido a regresar a un derecho adquirido y
perdido. La queja siempre se da en el presente, pero busca una
reivindicación en el pasado o en el futuro. Si un europeo se queja de
sus vecinos extranjeros, quiere volver a un pasado de pureza
indoeuropea. Si un indígena latinoamericano se queja porque no le dan ni
la hora, exige hacia adelante una vida semejante al de cualquier
blanquito.
Dice John Berger en "Fama y soledad de Picasso": "Durante casi un
centenar de años, todas las rebeliones y protestas de Europa -ya fueran
políticas o culturales, de izquierda o de derecha- dependieron
ideológicamente de una idealización del pasado. Fue ésta la moda del
pensamiento revolucionario burgués. A mediados del siglo XIX, la
iniciativa revolucionaria pasó a la clase trabajadora y la moda del
pensamiento revolucionario cambió, el acento se cargó ahora en lo que el
hombre podía llegar a ser, partiendo de lo que en el presente se veía
forzado a ser."
La queja es una claudicación. Se queja alguien que ha sido vencido y
alejado de lo que desea. La queja vuelve visible. Alguien que no tiene
donde caerse muerto pasa a ser televisible si quema un par de gomas en
desuso y corta una avenida. Si las cosas cambian, uno debe dejar de
quejarse o cambiar la queja, que existe en tanto lo que nos repele o
molesta sigue estático. Hay quejas que esconden otra queja o una queja
no dicha cuando correspondía. Me quejo porque hay pobres para que no se
note que nunca me importaron un carajo. La queja puede ser por derechos
propios pero también por derechos de otros. Y suelen darse por los
derechos de los desvalidos, pero acá hubo pobres que se quejaron porque
querían aumentarles los impuestos a los ricos. La queja a veces
reemplaza a la militancia. La queja puede ser simplemente un berrinche,
pero, eso sí, un berrinche organizado con blackberries y tuiteos
ocurrentes.
Según Berger, la queja busca una reivindicación en el pasado o en el
futuro, que es de paso, lo mismo que digo yo. El pasado es certeza. El
futuro es incertidumbre. El pasado es el burro a la noria. El futuro es
creatividad, sorpresa, expectativa. El pasado se repite. El futuro se
escribe. Si Berger tiene razón -y es probable que la tenga, ¡si es
inglés y vive en Francia!-, los que protestan en nuestras calles,
agrupados por las redes, los diarios opositores al gobierno, y los
entusiastas que nunca duermen, estarían definidos en estas dos
posibilidades, los que buscan un regreso al pasado y los que buscan un
salto al futuro. Eso sí, en algo se sienten Unidos y Organizados: todos
desean un mundo sin kirchneristas.
Los que buscan un regreso al pasado serían aquellos marcados por su
realidad filo clase media, que añora el país granero del mundo y esas
estampitas de la fe burguesa que a esta altura son más viejas que las
fotos del Boca del Toto Lorenzo. Volver al pasado, en este país, no es
chicharrón de laucha. Es volver al país del Turco Que te Reparió, del De
La Rúa el Dormilón, de los milicos con su baile de sangre, o de
Alfonsín, con su hiperinflación y su debilidad política. Pero a esta
gente hay que entenderla, porque el regreso al pasado es un viaje a lo
conocido, a la paz de la cocina con olor a torta casera de la abuela.
Poco importa si ese pasado es mejor que este presente, porque el pasado
se puede idealizar, en cambio el presente hay que vivirlo o sufrirlo
minuto a minuto. Lo idealizaremos mañana, hoy estamos simplemente
soportándolo (cómo no, si está lleno de kirchneristas).
La otra mitad de los quejosos serían aquellos que buscan (quizá sin
saberlo) un salto al futuro. Serían los más jóvenes, los que están
marcados generacionalmente, los que no quieren volver al pasado porque
no saben lo bien que estábamos con el Turco cuando comprábamos whisky
irlandés a ocho pesos la botella. O ignoran qué lindo era el país con De
la Rúa, cuando la política no se metía con vos porque no existía, y uno
iba por la vida apenas preocupado de que el FMI aumentara el precio del
pan la semana siguiente. El futuro que demanda esta gente también está
idealizado; es un mundo sin kirchneristas (o sea un país de veinte
millones de habitantes), con sindicalistas que escupen sus ideales de
toda la vida, con una especie de Gran Hermano local que te dice más o
menos lo que tenés que pensar; y sobre todo con dólares a la venta en
cualquier kiosco. ¿Industria local protegida, recuperación de la
identidad nacional, enfrentamiento con el poder económico que te toca el
tujes cuando se le da la gana? Eso eran discursos del pasado, dirán en
ese futuro.
Que toda esta masa no esté representada no es culpa de ellos sino de
sus políticos, que viven un vacío de ideario y discurso pocas veces
visto en la historia del pensamiento occidental. Pero transformarse en
representantes de semejante clericó tampoco es sencillo. Primero hay que
entenderlo (ahora es fácil, porque existe esta nota; de nada, señores),
después hay que acomodarse a las circunstancias, martillar un poquito
los ideales, y al fin crear un discurso y obrar en consecuencia. Qué
tarea; no los envidio. La que parece estar haciendo los deberes es
Carrió, que, abandonado el camino de las urnas, y abandonada ella por
los votantes, intenta capitalizar el apoyo de los más miedosos y que más
odian, y sale a pedir el incendio del Congreso y, ya que estamos, de
los que están adentro, incluida ella, que a esta altura es
incombustible. De la nada política vuelve a estar en medio de la
batalla.
Peor están los sectores que la van de progresistas o de izquierda.
Nadie de los quejosos podría decir claramente en qué creen Pino o
Binner; hasta Donda, con una historia personal ligada a los derechos
humanos, cuando habla de política entra en una especie de fru fru que
sirve para salir en televisión pero no para conquistar gente (aunque si
sale a juntar votos en malla, conquistará hombres).
Propongo que en la próxima marcha haya señalizaciones que indiquen:
"por esta calle empedrada se va al pasado" o "si desea ir al futuro,
agarre por este shopping". Porque si lograran que este gobierno se
replegara, o cayera (se les hace agua la boca), van a terminar divididos
como los federales y unitarios, sureños o norteños, de Ford o
Chevrolet, de John o Paul, de Coca o Pepsi; y eso el país ya no podría
soportarlo. Y como la queja también obnubila, propongo que haya un
tercer cartelito que diga: "ojo, que mientras ustedes se quejan de
cualquier boludez, o se ríen del blooper de Lorenzino, el gobierno los
abrocha con paquetes de leyes de esos que cambian el rumbo de un país".
La queja de las quejas es la que se queja de las quejas y de los
quejosos. Esa queja, la que yo protagonizo en este momento, pide un
mundo donde la queja no sea la variante más utilizada del discurso. A
los que quieren volver al pasado, allá ellos. A mí no me interesa, más
allá de poder volver a tomar Jameson a ocho pesos la botella. A los que
quieren saltar al futuro, bienvenido, estamos todos en el mismo baile; y
perdón por la mala noticia, el kircherismo también. Resta saber quién
toca la música.
*Publicado en Rosario12
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