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¿Es
fácil reunir multitudes? ¿No es la historia moderna la historia de las
grandes masas movilizadas? Estamos tentados a responder: absolutamente
sí. Pero ahí comienzan los problemas. El concepto de multitud comenzó a
gozar de gran prestigio, al punto de reemplazar el concepto de pueblo,
cuando la alta teoría política entendió que la multitud era un evento
volátil proveniente de la disolución de las clases trabajadoras
organizadas, de las lógicas comunicacionales de contenido pulsional
subterráneo que consumen signos consumibles y siguen a los grandes
poderes mediáticos, pero también pueden desbordarlos.
No es fácil decir si este giro que hace unas décadas tomó el
concepto de multitud –luego de significar para el análisis positivista
una expresión rebajada de la opinión ilustrada– puede contribuir a
entender el modo en que hoy se manifiesta una parte considerable de la
población argentina. Da la impresión de que las tesis de cuño
articulador de diferencias que propuso Ernesto Laclau tienen en estas
multitudes televisivas –es esencial que se expresen en tomas televisivas
que consagran esa multiplicidad errática– una consagración especial.
Casi apoteósica. Es lo televisivo por excelencia: tomas largas, cortas,
cámaras elevadas, contrapicado, montajes abruptos, multiplicidad
territorial. Si es un anudamiento de diversidades, con las que Laclau
caracterizó al populismo, aquí se daría, pero con fuertes connotaciones
de derecha. ¿Pero, señor, usted no vio que están los representantes del
socialismo, de la izquierda, personas jóvenes y sinceras que reclaman
por cosas justas, que nadie podría negar en su sano juicio? Lo vi, sí
que lo vi. Pero cuando digo derecha es necesario percibir que en esta
configuración de la multitud populista tal como se ha manifestado
–legítimanente, en democracia, creyéndose víctima de una dictadura
inexistente, es decir, una multitud fuertemente imaginaria, protagonista
con derecho propio a vivir de una ilusión– es necesario percibir,
repito, un fuerte envión tan voluntario como involuntario, de una
porción de gran importancia de la población argentina, hacia una derecha
imaginaria, pero efectiva.
¿Qué es una derecha imaginaria? En principio, la componen dirigentes
de todo tipo. Algunos de derecha o ultraderecha declarados. Pero la
derecha imaginaria está conformada esencialmente por personas que no son
ni nunca fueron de derecha. Dirigentes de antiguas trayectorias de
interés social, incluyendo antiguos luchadores, que sería injusto
decirles de derecha, pero no es injusto advertir que son protagonistas
de una nueva experiencia de la derecha. Son centroizquierdistas con una
aureola imaginaria –que no quiere decir que no sea efectiva– que tiene
sobredeterminaciones de derecha. Esto quiere decir una sola cosa.
Vivimos en sociedades donde se ha producido una brutal expropiación del
lenguaje político. Las izquierdas pueden hacer un papel cuya estructura
de efectos sea de derecha. Esta realidad no es posible adjudicársela a
nadie en especial. Quizá la doctora Carrió, con su peculiar lenguaje
abismal y conspirativo, con sus deidades intrigantes encerradas en sus
miradas oblicuas, pudiera ser un verdadero ejemplo de esta política
espectacular de las derechas que se saben tales. Carrió perdió votos,
pero marcó un modo de la política donde es posible ser de una derecha
inasible, espectral, inmune en su práctica semiológica, perdidosa de
votos, pero feliz en su capacidad desestabilizadora.
Nada nuevo. Gobernar hoy, sobre todo si hay un proceso complejo, con
tropezones que nadie niega, errancias existenciales que sin duda
podrían evitarse, pero afloran como fatalidad de una tradición popular
hija de escurridizos realismos políticos, mientras que la política de la
multitud televisada tiene su fuerza semiológica en lo irreal del
concepto. No es imaginación política, es política imaginaria. Pero nos
equivocaríamos si no viéramos que produce realidades trans-políticas. El
periodismo convertido en un lenguaje que reemplaza a la verdad por las
artes nunca desdeñables del comediante, la movilización que se ve en el
goce íntimo de estar atomizada, en estado válido para insultar
libremente –no solo porque hay libertad total de insulto, forma
expresiva consagrada por la era de la imagen– sino porque el ciudadano
republicano que honestamente sale a la calle por lo que considera un
bien perdido –¿y quién no los tiene?– en el estado de multitud sin forma
ni rostro adquiere uno posible: la condición insultante.
¿Pero no hay política? ¿No habló Gil Lavedra con su sonrisa un poco
sobradora y su análisis siempre escuchable? ¿No nos dijo Prat Gay que
estábamos ante el pueblo real, cansado de la política de los “chorros y
palafreneros”? Claro que hay. Hay una gran intensidad política que
desborda a esos rostros políticos satisfechos porque les proponen lo que
no entienden. Si el deber del Gobierno es entender profundamente lo que
está pasando –porque todo gobierno es un ejercicio superior de
entendimiento– no parece suceder lo mismo con estos dirigentes –que nos
interesan, pues muchas veces dialogamos con ellos– que se ven inmersos
por fin en la gloria multitudinaria que les prestan las imágenes que
construyen el ser atmosférico –numeroso, sí, popular, sí, incluso
democráticamente festejable– que juega con el abismo de las
instituciones que dicen defender.
La naturaleza de la política ha cambiado. Hombres de partido gozan
de sumergirse en la anulación de esos organismos a destiempo.
Intelectuales del viejo liberalismo que no había abandonado el sentido
de que la política es de índole nacional, que ocurre en naciones
concretas, con lenguas cívicas efectivas, existentes en las pedagogías
conocidas, gozan con la pérdida del lenguaje político clásico. En el
mapa de las movilizaciones llenas de descontento –y éste sí es deber del
Gobierno analizarlo con más precisión– se encierran viejos secretos de
un nuevo miedo que ha crecido en las tradicionales profesiones
intelectuales, en los acervos últimos de lo que durante mucho tiempo se
llamó clase media, en los horizontes resquebrajados que durante largos
ciclos históricos fue una dirigencia sindical forjada en doctrinas,
ditirambos y canciones. Miedo a un estilo reformista moderado, que tiene
en su haber muchas transformaciones y no pocos errores, en general
reconocidos –aunque no con la palabra autocrítica, que se escucha aun
sin ser dicha– y que es acusado desde arruinar la naturaleza hasta
cerrar el país a las inversiones, desde promover la inseguridad hasta
provocar escenas de tiranía y autoritarismo. En la profunda quiebra
intelectual que esto supone del viejo andamiaje de las clases medias,
sus intelectuales más caracterizados están de luto por la muerte de
Margaret Thatcher y están dispuestos a pasar por alto que una palabra
como “yegua” puede disimularse cual si fuera un argumento político,
llamar a la conversación cívica, pero considerar a Bergoglio el mesías
de ese diálogo, dispuestos a pasar por alto que es hijo de las
encíclicas sociales más conservadoras de la Iglesia del siglo XX. Eran
laicos. Ahora son de las religiones que subyacen en las operaciones
periodísticas, en el uso más envilecido de las redes sociales y en
muchos casos, aun reconociendo la absoluta congoja con la que muchos
escriben, se tornan autores de refinados actos de retorno a las tesis de
los dos demonios y del fin del ciclo de los derechos humanos.
Son multitudes reales, sí. Están en los cruces simbólicos que toda
ciudad tiene como emblema, como Times Square o Ipiranga y avenida São
João en San Pablo. Aquí: Acoyte y Rivadavia. ¡Salud! ¡Santa Fe y Callao!
¡Salud! Plaza de Mayo/Catedral. ¡Salud! Los saludamos, compañeros de
las nuevas multitudes. No creemos que sean de derecha ni golpistas ni
desagradables ni violentos. Nada de eso son, pero hay algo más para
decir, que es la esencia de lo que muestran por televisión. No en el
momento en que salen de su casa, en familia, para protagonizar lo que
sin duda es un acto contundente. No, no allí. Sino en pantalla, en las
pantallas cuyas bambalinas son la sede de vastas operaciones de sentido,
de aglutinamiento pulsional, de un cóctel de sentidos cuya suma no da
cero, sino una infinitud antojadiza. No porque no tengan reclamos reales
dirigidos a un gobierno, un gobierno que debe sopesar, discutir,
atender, recrear y hasta refutar. Es algo más que eso, es la marcha
flotante y ligera de miles y miles de almas hacia una brutal expulsión
en sus vidas de un sentido de la historia. La historia dura, inclemente
de estos tiempos, donde restos de un lenguaje pasado –ridiculizado por
sus virtudes, no por sus errores– luchan por establecer sentimientos
colectivos válidos para transitar lo que pensadores como Mariátegui –qué
antiguo, ¿no?– llamaron “la escena contemporánea” u hombres como José
Ingenieros –más añoso, aún– llamaron “el difícil tiempo nuevo”. Esta
marcha del 18 de abril no es una sigla ni una ordalía que llevará a la
verdad por el sacrificio. Es el lugar que se llama 18 A, convertido en
sigla abstracta o en gargantas desgarradas que cada vez que deforman el
abecedario –korrupción, kretina, etc.– demoran la posibilidad de una
vida política más plena. La tiranía que avizoran es lo que les permite
tener la espectacularidad que originará nuevas discusiones. Escuchen.
Escuchémonos. Escuchémoslos. Escúchense. Oíganse en el interior oscuro
de esas vísceras de la historia que desprecian. Camínense en sus viejas
heridas en sentido de mano y contramano. La verdad nunca surge fácil.
La historia no es amable y no se reencamina con injurias ni dando
argumentos de izquierda para acciones de una regocijada derecha. El
verdadero regocijo es el de la búsqueda de nuevas significaciones para
renovar las estructuras de sentido que habitamos y nos habitan. Medios
comunicacionales, instancias públicas de decisión, tribunales de
justicia, concepciones sociales sobre la justicia social y el derecho
público. Que la multitud volátil sepa llegar a esos pensamientos: cuando
dicen que los tienen, y en muchos casos es cierto, es también preciso
que los pongan en lugares más adecuados. No en el palimpsesto de las
venganzas argentinas sino en el reconocimiento de diferencias válidas,
no de grietas que en el deleite de la multitud pueden enviarnos por
correo certificado a los buzones de muchas décadas atrás.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
Publicado en Página12
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