El actual gobierno aspira, como se sabe, a otro mandato surgido de las urnas. Si lo logra, en el año 2015 se habrá cumplido un ciclo histórico extenso. A falta de mejor nombre, se lo conocerá como el ciclo “kirchnerista”, aunque los historiadores podrán ensayar denominaciones más desapegadas del idioma con que se expresa el fragor político. Pero me detengo ahora en un problema que considero importante. Lo llamaré el problema de la autorreflexión sobre el merecimiento. Aguardar favorablemente otro período constitucional del mismo signo político que los dos anteriores (muchos lo esperan, otros quedan demudados ante esa no inverosímil posibilidad: variados pronósticos ya están circulando) no puede ser un pensamiento simple.
Quien lo postule debe acceder a una revisión de su propia conciencia cívica respecto de merecimientos, calidades y proyectos. Es evidente que el ciclo entero que así se cumpliría reclamará exigencias mayores en términos de reflexión histórica; no podría ser producto de un mero continuismo ni el resultado de una operación electoral afortunada.
Admitamos que una continuidad, como dije, “del mismo signo”, es un episodio de dimensiones enormes y desafiantes. No puede ser mera continuidad sino disposición a encarar temas, estilos y designaciones nuevas para el conjunto de los actos necesarios para abrir una etapa nueva. En primer lugar, debe estabilizarse nuevamente el juicio sobre el pasado. La disputa sobre Papel Prensa ilustra lo que queremos decir. Proponerlo como de “interés público” lo hace un tema semejante al de la discusión sobre los tributos fiscales sobre la renta agropecuaria, las condiciones de la explotación minera y la cuestión de los medios de comunicación. Pero tiene la propiedad de ser una tribuna de enjuiciamiento sobre el inmediato pasado, que nunca parece cicatrizar. En efecto, en los años ’70 convivían varios despliegues antagónicos de “acumulación” económica y política. Sin embargo, vuelve la discusión sobre esos años –discusión que es la misma y es otra–, porque no habrá sociedad argentina si no se realiza la cura real del pasado.
No es fácil pensar otra época en nuestro país donde existiese un banquero como Graiver, joven, aventurero, definido por un estilo de riesgo que sin duda debía fundarse en una mirada muy descarnada sobre el origen de las fortunas (aunque esto sea la esencia recóndita de todo poder financiero). Tal como en el origen real del capitalismo: “con lodo y sangre en sus poros”. Parecía ser indistinto si la acumulación capitalista provenía del corazón oscuro del régimen o de las operaciones expropiatorias revolucionarias. Estas, si eran presentadas en nombre de la creación de poderes alternativos, también podían verse como réplica rebelde del origen real de las estructuras dominantes, que en su pasado remoto solían guardar la memoria difusa de un audaz golpe de mano.
En esos años de profunda ilegalidad, el poder revolucionario tomaba no pocos elementos del orden económico reinante, así como los militares, en su sueño demencial también fundado en la ilegalidad y en el uso del Estado al mismo tiempo, tomaron elementos del proceder insurgente. No eran moralmente iguales estos dos poderes, como lo demuestra el hecho de que uno de ellos generalizó una matanza en las tinieblas del Estado, tornándolo a éste clandestino. Como ahora viene a demostrarse, de las tantas encrucijadas existentes, Graiver representaba una de ellas, porque podía ser el banquero de todos, mostrando la ilegalidad profunda de la época. Los militares de aquel tiempo de tinieblas juzgaron que la relación entre Montoneros, la banca Graiver y las nuevas hipótesis de “acumulación primitiva” de un renovado capitalismo financiero debía resolverse por la coacción, por el cerrojo de miedo que imponían sobre la sociedad y fraguando la alucinada imagen de las desapariciones como “secreto que todos sabían”.
El secreto del Estado clandestino lo sabía el Estado visible, y el secreto de la sociedad de torturadores lo sabía la sociedad real en las entrelíneas de su facultad de sospechar. Eran conocimientos subterráneos, metáforas ocultas de cualquier conversación trivial. Con esos ingredientes coactivos que permitían caminar por la calle pero que mantenían sus partículas atemorizantes en el interior del habla real, se ejercía la gran trama expropiatoria. Era la confiscación general de bienes en todos los planos de actividad –empresas y personas–, cuya metodología en la mayoría de los casos reposaba en la ley de fuga, en los vuelos de la muerte o en los campos de concentración en cuarteles, comisarías o destartalados predios del Estado. Y en otros, de la prisión anterior o posterior a los hechos, como coreografía de la cesión de bienes y contratos de traspaso de propiedades.
El caso Graiver, como siempre se sospechó y siempre se dijo en sordina, es parte de la cifra entera de la historia nacional contemporánea. Excede y refuta lo que los escuetos tribunos de la oposición, los editorialistas de los diarios involucrados y el propio fiscal Strassera dicen ver en este episodio: un caso de impostura gubernamental, una malversación de los derechos humanos al lanzarlos hacia una nueva torsión confiscatoria, una arbitraria conversión en ilegales de hechos que mostraban su prístina legalidad. Agregan una consabida letanía: control de medios, atentado a la libertad de expresión, inseguridad jurídica. ¿Acaso no era una familia vinculada a las finanzas vendiendo sus propiedades por un comprensible traspié económico? No, era mucho menos y mucho más que eso. Mucho menos: el Estado al que como financista Graiver quería aliarse aunque con otro estilo de acumulación venía en 1976 a cobrar sus libras de carne. Mucho más: el poder militar-empresarial-comunicacional quería construir otro Estado sobre la ruina de pactos anteriores, un nuevo orden estatal y financiero exorcizando con sangre al grupo Montoneros, que también era mucho más que una organización armada, pues interpelaba al conjunto de los estamentos productivos, religiosos y militares de la nación.
Por lo tanto, los actos reales del actual gobierno exceden cualquier astucia que pudiera haber en torno de la invocación de los temas de derechos humanos para finalidades no intrínsecas a ellos. Son actos de historiografía aplicada. Son una entrada efectiva al reino de la libertad de expresión, que es la que indaga el interior de los lenguajes sociales sin pretender encontrarlos prefabricados. Por supuesto, ahora pudiera haberse preferido silenciar este tema específico de la empresa de papel, porque incluso la sociedad argentina estaba preparada para ello. Nadie lo reclamaba, luego de largos años donde la Justicia avanzó no poco y de manera muchas veces excepcional. ¿Para qué más? Pero ya no se trata tanto de la justicia sino de la historia, cuyo conocimiento profundo es finalmente la forma superior de la justicia. No en todos los casos, pero sí en casos extremos como éste, una familia es una forma equivalente al drama histórico en su conjunto. Por eso se escinden en escribanías y por medio de papeleríos tribunalicios.
Como los Labdácidas de Sófocles, los Graiver son una estructura familiar que fue acosada por el Estado, que perteneció a la conciencia implícita de una época turbada y llega a este momento actual en busca de su verdad, como tantas otras familias, habiendo atravesado estos años con distintas readaptaciones y diversos grados de aceptación de los nombres políticos más sombríos que diera la política nacional. El Estado, si busca reconstruirse como parte de la sociedad y de la memoria pública (que no necesariamente sanciona pero busca instituir sus verdades), debe dar el paso fundamental del esclarecimiento de la historia. Alemania, en los años ’80, aún discutía las responsabilidades y conceptos profundos que habían llevado al nazismo.
Ocurre lo mismo entre nosotros, con las diferencias que quieran establecerse, principalmente una: la conducción central del régimen militar argentino instaló la maquinaria de terror pero la combinó con un discurso público de restauración del orden hablado con palabras solicitadas del diccionario de la república y las libertades. A muchos grupos empresarios y a muchos argentinos con responsabilidades culturales y sociales se les hizo fácil aceptar este acertijo insensato, primero, porque conocían esas palabras tranquilizadoras y, segundo, porque los ayudaban a no mirar demasiado hacia una realidad de pesadilla, de la que podían sacar partido sin tanta mala conciencia, pues se vivía un régimen doble y entrelazado. En un segmento se mantenía la ley, y en otro, débiles tabiques amortiguaban la voz del torturado, aunque la situación incluía que algunos gritos se filtraran para decir sin decir. ¿Qué sugerían? Que las leyes del tráfico económico y la identidad de las personas eran nominales. No eran leyes ni identidades, eran la traducción normativa de aquellos gritos provenientes de la mazmorra.
Ahora está ante la Justicia y el Parlamento este núcleo trágico de la historia nacional. Pero principalmente está frente a la conciencia pública. Entonces: por parte del gobierno que desató el nudo de esta discusión, aspirar a completar ante la consideración popular y constitucional cuatro años más de mandato, supone acrecentadas responsabilidades en cuanto a este tema y a tantos más. Es preciso asumirlas y darles el contenido de ideas que amplíen la frontera del compromiso genuino con los grandes cambios.
El Frente que se propone debe obtener más especificaciones conceptuales: se dice “trabajadores, clase media, empresarios”. Deben refinarse estos conceptos e incluso personalizarse, mencionar cómo las instituciones de cada sector se cortan o se constituyen. Deben insinuarse valoraciones de tales instituciones y de su historia, y debe mencionarse la región cultural habitada por distintas corrientes intelectuales y morales, que deben también especificarse. Deben darse respuestas más comprensivas y originales a las discusiones en ciernes, poniéndose en discusión pública los grandes esquemas bajo los cuales se realiza hoy la minería, tanto como se discutió y sigue discutiendo la naturaleza y distribución de la renta agraria. El equilibrio de transferencias remunerativas entre el capital y el trabajo, desde luego, no debe ser una categoría de equilibrio suficiente sino el paso necesario hacia un nuevo dinamismo social, que lleve directamente a discutir el reino de las tecnologías y la ciencia, su responsabilidad en la creación de riqueza y conocimiento al margen de corporaciones y tecnocracias. La idea tradicional de “cultura del trabajo” debe dar paso a la potenciación de todas las formas nuevas y modalidades emancipadas del trabajo: material, simbólico, manual e intelectual.
Un gobierno con una realidad de minoría o empate parlamentario no debe ser minoritario en el acto de tomar las fuerzas de la historia en sus manos. Estas son las fuerzas de la libertad colectiva, de la pedagogía de masas y del esclarecimiento de su propio pensamiento, en términos de renunciar al uso de la coacción estatal, de dejar que reinen las pulsiones del argumento persuasivo, dirigido en especial a quienes lo atacan o consideran que no posee legitimidad para hablar de historia, memoria y derechos humanos. Pero en estos casos hablan los actos. Es cierto que en cuerda simultánea debe hablar el habla, deben hablar las palabras. Muchas ya se han dicho. Lo que quiero decir es que hay un tramo exigente que aún deberá recorrerse. El de mostrar, en un gran ejercicio de reflexión y autocrítica, que el período advenidero, elecciones mediante, deberá ser fruto del merecimiento, esto es, de mayores autoexigencias y compromisos crecientemente sutiles. Por un lado, merece quién interpreta mejor el pasado y lo transborda a otras dimensiones en las que juzga situaciones ya vividas, cancela los atavismos y renueva la esperanza. Por otro lado, merecer es algo a ser creado, es el único sector de la vida en que en el momento de la cosecha no actúa el pasado ni somos fruto de meros legados.
*Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
Publicado en Página12 - 31/08/2010
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