lunes, 10 de octubre de 2022

LA DIGNIDAD ELEMENTAL

Por Roberto Marra

Cuando se habla de la dignidad de una persona, remite a su condición de ser humano racional y libre. Es un valor inherente a las personas que no admite limitación alguna derivada de sus condiciones socio-económicas, de sus pertenencias étnicas, de sus adscripciones ideológicas, de la religión a la que adhieran o de cualquier otra cosa. Es un valor fundamental reconocido por la Constitución y las leyes, que obliga al respeto previo a cualquier otra consideración sobre los dichos y hechos de los cuales sea protagonista la persona.

Respetar la dignidad de un ser humano (extendible a todo ser vivo al que pueda afectarse con acciones incongruentes con su condición natural), hace digno también a quien lo hace. Solidarizarse con los otros, aún en los casos que no se compartan sus idearios, resalta el valor de saber compartir la sociedad que los contiene como modo de elevar la calidad de vida de sus integrantes. Comprender la otredad como complemento, antes que como peligro para no permitir el triunfo de las propias ideas, hace a la posibilidad de construir un continente de ideas comunes que asegure la superación sustentable de la comunidad.

Claro está que ese respeto a la dignidad no otorga permisos para que los individuos actúen fuera de las convenciones que la sociedad se ha otorgado para funcionar con coherencia hacia los preceptos básicos de la convivencia. Para determinar si esto último se ha vulnerado, existe un sistema, el judicial, que debiera ser la instancia que asegure la dignidad de las personas antes de evaluar sus actos. El problema está cuando dicho poder del Estado no actúa basado en estos preceptos constitucionales y legales, sino en base a criterios derivados de posicionamientos ideológicos que irrespetan esas previsiones.

La Justicia, como valor supremo que rija las relaciones sociales, no puede ser objeto de manipulación espuria por parte de un grupo de pretendidos “nobles” que actúen como representantes de un sólo (y muy pequeño) sector de la sociedad. El esclarecimiento de hechos aberrantes para la dignidad humana de una o de varias personas, no debe estar en manos de cómplices manifiestos de quienes pretenden someter a sus arbitrios la voluntad de millones de ciudadanos menoscabados, en nombre de un republicanismo tan falso como sus inciertas “democracias” de discursos sin sustento.

Cuando personas indigentes ocupan un terreno que no les pertenece, infringen una ley, sí, pero sus condiciones de seres humanos dignos han sido ya vulneradas mil veces por esa sociedad que ahora los expulsará de ese refugio territorial. Quienes no estén en sus mismas condiciones de pobreza extrema, no podrán comprender fácilmente el accionar desesperado de esas personas. Y no lo harán porque antes existió un sistema (económico, educativo, judicial, politico) que ha condicionado su capacidad solidaria, aplastando aquel precepto primigenio de la dignidad humana, destruyendo el concepto mismo de “sociedad”, al no aceptar como iguales a quienes no pueden soportar la indignidad sin tomar en sus manos la decisión de sobrevivir a como dé lugar.

Un gobernante, en tanto resumen elemental de los mandatos populares, no puede actuar como no sea elevando la dignidad humana por sobre toda otra consideración. No bastan las palabras ni los deseos discursivos. Hace falta el compromiso y la acción derivada de él. Hace falta que entienda el valor de sus actos de gobierno como parte de la construcción de un futuro mejor para todos. Y ese “para todos” no puede ser simple relato de voluntades incongruentes con sus medidas. Debe ser la base de cada decisión, el lúmen de su valentía ante los poderosos que antagonizan y condicionan siempre cualquier acción contraria a sus intereses sectarios y antisociales.

Los desvíos de esas premisas elementales, el incumplimiento del pacto no escrito con sus votantes, pero firmado con promesas mutuas de defensa de los valores que los aunaron, terminan por minar no sólo al gobierno ejercido, sino la voluntad de los ciudadanos por participar en donde no se les considera a la hora de ejercer honorablemente el mandato.

De ahí a la diáspora que permita el regreso monstruoso de los peores representantes del “establishment”, media el simple paso de la incapacidad de contención con el sencillo método del reconocimiento de los errores y la reconsideración de los actos anteriores, eliminando la vileza del seguidismo al Poder Real, metodología obtusa que destruye la confianza popular y obtura las salidas hacia instancias superadoras de la apatía y el desengaño.

La dignidad de todos los seres humanos que habitamos esta Nación, debe ser el valor primordial sobre el cual se levanten los muros de contención que eviten la re-invasión de la insanía neoliberal a pleno. Deberá hacerse asegurando que no habrá de admitirse condicionamiento alguno contrario a la racional preeminencia del orgullo de ser dignos de la Patria que heredamos de quienes supieron resumir, en ellos, todo el honor que significa luchar por la grandeza de ser libres, justos y soberanos.

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