domingo, 2 de febrero de 2014

LA ÉLITE EN FUGA

Imagen Tiempo Argentino
Por Roberto Caballero*

Casi en simultáneo al acatamiento de la grilla de canales por parte de Cablevisión, hecho inédito de la política antimonopólica en materia de comunicación de este gobierno, la religión del dólar volvió a ocupar el altar de los debates nacionales, de manera excluyente. Estos son los dos extremos que atraviesa hoy la tan meneada batalla cultural.

En el primero de los casos, después de una verdadera odisea de cuatro años, ya se dijo que es un gran triunfo simbólico, verificable además mediante el uso del control remoto: Canal 7 desplazó a TN del sitial de privilegio que ocupaba entre Canal 11 y Canal 13. Es decir, la producción pública de contenidos audiovisuales compite ahora de igual a igual con los licenciatarios que amasaron fortunas entendiendo la comunicación como una mercancía y no como un derecho humano básico, tal como prescribe la norma democrática impulsada por el kircherismo que suplantó al decreto-ley de la dictadura cívico-militar.

En el segundo de los casos, sin embargo, hay un amargo retroceso. El dólar se vio espectacularmente reinstalado como valor de referencia de todas las variables económicas, después del intento oficial por pesificarlas. La resonancia noventista es indisimulable. Ocupar horas y horas de los noticieros en cadena con la imagen del verde billete que enmarca la figura de George Washington, desnuda varias cosas: a) una mentalidad semicolonial que ejerce influjo determinante en un sector importante de la sociedad argentina; b) el intento del establishment por consagrar una nueva corrida bancaria que erosione el nivel de reservas hasta volver indomesticable la economía y logre eyectar el kirchnerismo del gobierno; y c) la vocación de cientos de miles de argentinos por atesorar sus ahorros en moneda dura y evitar ser víctimas de la profecía autocumplida de los grupos concentrados que promueven una estampida inflacionaria, arrolladora y definitiva. Podría agregarse: disciplinante.

Con la realidad hay que hacer cualquier cosa, menos enojarse. Lo que sucede está ocurriendo en este contexto: unas miles de toneladas de soja en silobolsas que la Mesa de Enlace ordenó no vender para debilitar las reservas, un ataque especulativo furioso al peso desatado desde bancos y empresas, el veto militante de las corporaciones al gobierno insumiso que se animó a enfrentarlas, un incremento exagerado de precios justificado en la devaluación del dólar oficial y en el índice PPP ("por lo que puta pudiere"), el impacto real en los salarios y el consecuente recalentamiento paritario en manos de la burocracia sindical de derecha e izquierda, un Papa que atiende a Duhalde en el Vaticano, todo parece contribuir a la tormenta perfecta que haría escarmentar al kirchnerismo –y a la porción mayoritaria de la sociedad que lo eligió en 2011– hasta su naufragio.

Con estas señales, la prensa opositora se hace un festín de sentidos y busca que todo remita a la devaluación del '75 (Isabel), a la híper del '89 (Alfonsín) y a la crisis del 2001 (De la Rúa). Mencionan el Rodrigazo (Isabel), festejan los desgajamientos de la alianza oficial (De la Rúa) y deslizan la posibilidad de una salida anticipada del gobierno (De la Rúa, Alfonsín e Isabel). Pero omiten, siempre, visibilizar y hacer algún juicio crítico sobre los beneficiarios concretos de esos trances oscuros de la historia de medio siglo para acá. Son los mismos actores sectoriales cada vez, con "soluciones" idénticas, según pasan los años. La única diferencia es el kirchnerismo, una máquina de poder que difícilmente se deje empujar al abismo sin resistir. Si los desestabilizadores no se anotician pronto de esta singularidad política de época, es probable que las cosas terminen peor de lo que imaginan: pero para ellos.

La memoria flaquea. Cuando el dólar valía un peso, el país no valía nada. Los hijos no reconocidos de Domingo Cavallo que de golpe inundan los pisos de TV pidiendo un plan antiinflacionario evitan con prolija indecencia decir lo que esconden detrás de eso que balbucean como rutilantes opinadores en programas que van de la chismografía farandulera al falso oráculo de las finanzas domésticas. Quieren ajustar el gasto, echar empleados públicos, reducir la inversión social, promover un shock y devaluar no un 20 por ciento, sino un 300 por ciento de una sola vez, para que los salarios sean pulverizados. Necesitan lastimar la economía para que la desocupación no sea el 7%, sino del 25, y los trabajadores acepten con obligada mansedumbre que para ellos, este país, va a ser indefinidamente un país de vacas flacas.

Cuando Hugo Moyano junto a Mauricio Macri habla del dólar y elogia el Foro de Davos, mientras Julio Piumato toca los acordes de la marcha peronista al piano para sonorizar la cumbre con su ex archienemigo Luis Barrionuevo, el procesado por el "Megacanje" Federico Stturzeneger y "La Piba" Patricia Bullrich Luro Pueyrredón, los dueños del poder y del dinero se frotan las manos y se ríen porque comprueban que si la memoria no flaqueara, no fuera tan endeble y vaporosa, estos personajes que simbolizaron en el pasado cosas tan contradictorias, tendrían al menos el pudor de no mostrarse en público.

Pero ahí están. Para quejarse porque el gobierno no va al Foro de Davos e ignorar el encuentro de la CELAC en La Habana. Para refrescar la idea de que la vieja política, como la vieja economía, tienen más vidas que Lázaro. Y acá convendría, nuevamente, ocuparse de la batalla cultural que hoy se expresa, no tanto ni tan solo en la cumbre borrascosa en la Usina del Arte boquense o en el fragote patronal que se dio cita en la sede palermitana de la Sociedad Rural, sino en cuáles son los valores que movilizan a una sociedad a sentarse a hablar alrededor del dólar como se hacía en torno del fuego en la antigüedad, evitando la explicación facilista –no mentirosa– de la inflación como única variante porque aún durante la inexistencia de esta, en la primera etapa de la Convertibilidad, se elegía el billete verde y no el peso para ahorrar, y en teoría tenían el mismo valor con el apoyo del Departamento de Estado, el Tesoro estadounidense y el sistema financiero mundial, nada menos.

Se sabe que las clases subalternas copian a las dirigentes. La élite económica nacional siempre usó la divisa extranjera para fugar sus ganancias y ponerlas a buen resguardo de cualquier política de desarrollo con inclusión. Desde siempre, se sabe, tienen amputada la lógica del bien común. Cada cero que el peso fue perdiendo en todas estas décadas, resultado de programas económicos recesivos, fue una oportunidad colectiva perdida y una ganancia extraordinaria de la que se beneficiaron cuatro vivos con una corrida. Ni siquiera en los tiempos de la dictadura, donde los derechos políticos y sociales entraron en letargo y una generación completa de cuadros militantes fue exterminada de modo salvaje, la clase dominante argentina reinvirtió sus ganancias para, al menos, sostener el Frankestein que ellos mismos habían generado. Aún consagrando la utopía sangrienta que alababan desde solicitadas que llevaban la firma de la Rural, la Unión Industrial Argentina, la Asociación de Bancos Argentinos y las cámaras patronales de todos los rubros, para lo único que usaron el Estado terrorista fue para limpiar las comisiones obreras reclamantes y licuar sus deudas, como Cavallo les concedió en 1982 desde el Banco Nación, y comprometerlo a su vez como garante de nuevos créditos frescos, que jamás pagaron, y fueron a engrosar sus cuentas en el extranjero. Se calcula que hay un PBI completo del país en manos de un puñado de argentinos en el exterior. Ese puñado son los dueños de casi todo.

Ni siquiera con Menem y Cavallo, que cumplieron con todos los mandamientos que la Biblia del empresariado fugador exige para entrar en el Paraíso del nuevo orden económico mundial, estos trajeron los dólares que atesoraban afuera. El famoso "boom de inversión" de los '90 se basó en la privatización de empresas estatales y en la toma de créditos en dólares, que todavía hoy se siguen pagando en formato de deuda estatizada.

El egoísmo forma parte del instinto capitalista básico. Pero aun dentro del sistema global, parte de la diferencia entre las naciones que se desarrollan y crecen y las sociedades fallidas que no lo hacen, reside en la autopercepción que sus propias élites tienen de sí mismas. Las que no pueden sustraerse de la glotonería y la rapiña, crean países irresueltos. Las que suponen que su lugar de poder deviene de algún destino trascendente, construyen naciones, y en esto, como casi en todo, el tamaño es lo de menos. Nuestra élite adolece de ese sentido de misión histórica. Está en la eterna fuga hacia el pasado. Porque si la Argentina no tuviera Estado democrático, y todo dependiese del derrame por goteo propuesto por sus mandamases tradicionales, seguiríamos viviendo en el Siglo XIX. Con eso no alcanza, y el problema es que a los profugadores de la soja atada no se les ocurre ninguna otra cosa como país que replicar una estancia rural a escala gigante. Que venda materia prima y coloque ganancias afuera, lejos de la peonada. Cuando el Estado moderno interviene en esa renta extraordinaria, la distribuye y genera industria, clase media, protección social y sentido integral de Nación, entonces sus administradores eventuales dejan de ser útiles y se vuelven odiosos y descartables.

La sensación es que el país siempre está parado en el mismo lugar. Con ciclos en los que avanza y prospera, y otros en lo que debe replegarse porque el Estado, cuando desobedece el mandato de los dueños del poder y del dinero local, entra en su fase de inestabilidad y con él todas las variables de la economía. Esto no es literalmente cierto: todo avance deja una secuela, una semilla donde anida el futuro. Pero la reacción de muchos, con estos cíclicos tropiezos, es parapetarse en una idea fija que dice que no hay destino colectivo posible, y que el refugio del trabajo y el esfuerzo individual es una moneda extranjera, usada por la élite en fuga y que ofrece certezas que por acá no abundan. Aunque pueda ser moralmente puesta en cuestión (hay argentinos beneficiados con subsidios a la luz y el gas, y con el ahorro acumulado que eso les genera increíblemente reciben autorización de la AFIP para atesorar en divisa extranjera), es una lógica blindada, impenetrable, el síntoma en pequeña dosis de un malestar cultural de otra envergadura que escapa incluso de la coyuntura. No es solamente la inflación, que existe. Es principalmente la baja densidad que el sentido de Nación tiene entre nosotros, porque esta es una idea huérfana de élite empresaria dirigente, salvo cuando el Estado –y no cualquier Estado, sino uno que contemple los intereses nacionales y populares–, ocupa ese lugar vacante y lidia con los especuladores. La moneda nacional tiene esta debilidad congénita, es insuficientemente apreciada porque lo nacional tiene valor escaso para los dueños del poder y del dinero. No es por abrumar con Juan José Hernández Arregui, acusado de anacrónico por la inteligencia que jamás lo leyó. Para empezar a hablar en serio, bastaría con que la cultura no la cuente solo Tomás Bulat y la élite en fuga.

Contra el consenso bastardo existente, lo saben tanto los kirchneristas como los antikirchneristas, en algún momento los argentinos vamos a tener que dejar de hablar del dólar como principio y final de todas las cosas.

Ese día vamos a entrar en el futuro, el lugar donde pasaremos el resto de nuestras vidas, y los hijos de nuestros hijos también.

*Publicado en Tiempo Argentino

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