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Por
Roberto Marra
La
virtualidad es una característica de los tiempos donde predomina el
uso de los medios informáticos para comunicarse. El desarrollo de
este tipo de relacionamiento se ha hecho bastante común, aunque
también en esto se manifiestan las diferencias de clase y de
capacidad de acceso a la tecnología que lo permite. Sin embargo, no
resulta demasiado extraño ver a personas que sufren por dificultades
económicas pero acceden a un servicio de comunicación telefónico y
de internet. Y si bien el sistema implica un relacionamiento que no
cuenta con el mismo valor de lo espontáneo y sensitivo del cara a
cara, su importancia radica paradójicamente en esa característica
que permite acceder, cada vez que se lo desee o necesite, a esta
importante manera de vincularse.
Atrapados
por la telaraña pandémica, pero lejos de comprenderla, actúan como
sus inconsciencias permanentes les han venido dictando durante toda
su vida. Nada los conmueve, salvo la salvaguarda de las fortunas de
sus patrocinadores millonarios, por quienes actúan sin pudor alguno,
sabedores del respaldo mediático con el que cuentan desde siempre.
Recorren estudios televisivos destilando sus venenos antisociales y
señalando culpas ajenas de sus propias acciones, eficaz método para
la conquista de tantos idiotas útiles que replican sus desvergüenzas
con la impunidad del anonimato de las redes sociales, que son parte
de ese medio comunicacional virtual que denigran para otros
objetivos.
No
podían no contar con la “ayudita”, siempre atenta para lo
antipopular, del aparato judicial. Allí, sitio donde el
entumecimiento ya alcanza proporciones inauditas, los “supremos”
se distraen de sus obligaciones haciendo caso omiso a los
requerimientos perentorios de las necesidades derivadas de la
situación frágil de la economía nacional. No lo hacen por
convencimientos jurídicos, sino por complicidades con el Poder que
allí los ubicó, como muro de contención de cualquier acción que
pudiera promover el más mínimo cambio en la correlación de fuerzas
socio-económicas.
La
cuestión ya ni siquiera pasa por solucionar el funcionamiento
“virtual” del Congreso Nacional, sino por comenzar a ver con
especial detenimiento el futuro de parálisis permanente que proponen
los personajes de historietas que ofician de legisladores de la
denominada “oposición”. Estos maniáticos con ínfulas de
capacidades decisorias que no poseen, por ser simples marionetas de
los auténticos dueños de sus palabras y acciones, se sienten ahora
propietarios de las piedras que se colocan en el camino democrático
propuesto por el Ejecutivo para la búsqueda de soluciones para la
crisis desatada por aquellos y exacerbada por la pandemia.
Estos
pequeños funcionarios legislativos, tan funcionales a sus patrones
ideológicos como enemigos de la Nación que les provee sus
emolumentos, gozan con sus actos maquiavélicos, creyentes de
poderíos imbatibles. Y lo son y serán, en tanto el propio Pueblo no
culmine con esa letanía quejosa pero sin actitudes protagonistas.
Los cambios reales no sucederán solos, sin que medien masivas
expresiones de repudio y acciones conjuntas de las mayorías que,
hasta ahora, solo son ciudadanos el día que votan, para abandonar a
su suerte después, al gobierno que eligen para hacer realidad las
soluciones que hayan propuesto.
Los
tiempos corren más veloces que nunca por estos días peligrosos. Las
responsabilidades ya no se pueden adjudicar solo a los enemigos que
traban el desarrollo de la restauración de la dignidad popular. Con
o sin pandemia, debe ser capaz el Pueblo de “sesionar” por su
cuenta, de otorgarse el mandato impostergable de empujar contra la
pared de la razón a los negadores de la verdad que nos apabulla.
Resulta inaplazable destruir sus argumentos de barro con la espada de
la justicia social, con el escudo de la auténtica soberanía
popular, con la independencia de quienes nos reconocemos dueños de
la Patria. Para hacerlo, no se deberá ya temer por el uso de la
virtuosa virtualidad comunicacional, que está aquí y ahora para
aglutinarnos y derrotar a estos engreídos profetas del odio y la
desidia.
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