Imagen de "Diferenciador" |
Por
Roberto Marra
Para
demostrar que una afirmación determinada sobre la realidad es
certera, nada mejor que esa realidad se manifieste con absoluta
transparencia, con la brutalidad de los hechos que derriten las
palabras que las ocultaban. Es allí cuando mueren los arquetipos
impuestos por la fuerza del “mercado”, cuando esos modelos
culturales explotan y de su polvo emergen otra vez aquellas verdades
aplastadas por tantas mentiras elaboradas por los profetas de un
sistema cuya decadencia se niegan a ver.
Pero
siempre llegan las crisis, propias de este capitalismo que, en parte,
se realimenta de ellas, pero que queda herido de alguna manera en su
concepción originaria, lesión por donde se le puede llegar a
infringir alguna derrota en la eterna batalla contra las
desigualdades que invariablemente provoca su existencia. La
incapacidad de respuesta ante los desafíos que van más allá de lo
financiero y económico, suelen producir debacles que alteran las
relaciones de poder entre los pueblos, los gobiernos y los poderosos
de siempre, momentos en los cuales aparecen las oportunidades que
hagan posible un cambio positivo para las mayorías esclavizadas por
el vano “dios mercado”.
Si
tal cosa sucede cuando gobiernan auténticos representantes
populares, todo se presta para convertir el momento en reivindicativo
de viejos paradigmas, abandonados por la fuerza de tanta porquería
mediática, lavadora de cerebros y estigmatizante permanente de
cuanto proyecto de intervención del Estado se pueda intentar llevar
a cabo en beneficio real del Pueblo.
Es
allí cuando se debiera “apretar el acelerador” de la historia,
alimentar con el viejo combustible de la justicia social al motor
productivo del bienestar, empujar con todo el cuerpo social hacia el
predominio del poder estatal sobre los principales ejes de la
economía y la producción, retomando el manejo decisivo de las
herramientas del crecimiento perdido por ir detrás de esas recetas
maquiavélicas del Imperio y sus adláteres, las que nos trajeron
hasta este oscuro presente de pobrezas y desintegración social.
Convertir
nuevamente al Estado en el principal propulsor de la economía real,
dejar de lado el “financiarismo” que solo sirve para multiplicar
fortunas (siempre mal habidas) a costa de la miseria popular, el
retroceso productivo, la desindustrialización y el abandono del
progreso científico y tecnológico, es el camino que marcan con
claridad las crisis recurrentes del sistema. Aprovechar el enriedo en
su propia madeja de desatinos involutivos, significará propinarle un
golpe certero al corazón de sus manejos descuartizadores de la
sociedad, asegurando el paso hacia un nuevo estadío de la capacidad
productiva y la elevación de la calidad de vida de los postergados
de siempre.
Volver
a dominar la industria básica, la producción y comercialización de
las materias primas esenciales, el manejo de la infraestructura de
servicios, el transporte y las comunicaciones, debieran ser objetivos
irrenunciables para aprovechar en momentos donde la demostración
palmaria del valor del Estado como organizador de la cotidianeidad se
manifiesta con todo su poder, aún a pesar de la carga de
falsificaciones mediáticas que intentan demostrar lo contrario a
cada segundo.
Mal
que les pese a los enemigos de los pueblos, ahora se ve con mayor
claridad que nunca la importancia de la fortaleza estatal como medio
para solventar las crisis. Lo demuestran desde hace mucho tiempo
aquellos países donde la preponderancia del Estado es la forma que
han adoptado para sus desarrollos, que si no han sido mayores ha sido
por la coerción económica y financiera ejercida por el imperio, el
método adoptado para intentar hacer retroceder en sus objetivos a
los pueblos que buscan sus propios destinos sin tutelaje ninguno.
Más
importante todavía, más allá de lo económico, será la generación
de un sentimiento nacional poderoso, realimentador del proceso
dignificador de la sociedad toda, productor de una cultura superadora
de la marginación y el atraso, que se asiente en una historia rica
en valores humanísticos y ejemplos de hombres y mujeres de
capacidades y morales irreductibles, olvidados solo por seguir a los
sucios apóstrofes de la dignidad popular.
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